Lo que la verdad oculta

Se oyó una explosión. Eso es lo que sabemos, lo único que sabemos por las cajas negras. El resto lo conocían o lo intuían los servicios secretos británicos y se lo comunicaron a sus colegas norteamericanos, pero no a los rusos. Sabemos eso y sabemos que ya no quedan compañías que vuelen a la ciudad balneario de Sharm el Sheij en el Sinaí. No sabemos o no nos dejan saber, en cambio, si a pesar de su insistencia en confirmarlo, detrás de esta masacre está el Estado Islámico.

Por si acaso, Vladímir Putin ha llevado también sus aviones lejos de esos hangares en el Sinaí. Descartado, como parece, que se tratara de una más de las múltiples carencias de la aviación civil rusa, la opción del Estado Islámico tiene sentido y se podría interpretar al menos de dos maneras: la primera es que se reivindique ampliando territorio. La segunda, tal vez más factible, es que sea el anuncio a Rusia de que su entrada en Siria no va a resultar gratuita. Un revés para Putin, que ha enfrascado a su país en una nueva guerra externa que los rusos consideran tan ajena como el fracaso de Afganistán, que aceleró el declive de la URSS.

Por eso, a pesar de que esta haya sido una de las peores tragedias humanas que ha conocido Rusia desde entonces, es probable que el presidente ruso relegue este crimen al rango de una masacre ordinaria, como tantas otras que suceden en su país sin que una investigación acabe señalando responsables. ¿Cuántas bombas han explotado en el metro de Moscú sin que conozcamos la verdad? ¿Cuántos episodios han ocurrido en la última década como la toma por rebeldes chechenos del Teatro Dubrovka o la escuela de Beslán? ¿Cuánta rebeldía crítica asesinada como la de Anna Politkovskaia no ha visto justicia?

No deberíamos esperar que Putin ponga más emoción en la resolución de esta crisis. Al contrario. Lo que podemos esperar es que el líder ruso acabe buscando en este drama una victoria personal más que una verdad incómoda que apunte a su decisión de apoyar al presidente sirio.