El radar

Lo que quería Nicolás era una tarjeta negra

JOSEP SAURÍ

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Cutre y fascinante a partes iguales, el caso de 'El pequeño Nicolás', el chaval de 20 años que penetró en los círculos más selectos del poder y emprendió una frustrada carrera de 'conseguidor', retrata a este país (o lo que sea) y su triste circunstancia. Un casi adolescente, sin que nadie sepa del todo de parte de quién viene y de quién es amigo, logra hacerse pasar por asesor de Soraya Sáenz de Santamaría y agente del CNI, alternar con Aznar y Aguirre, meterse en el palco vip del Bernabéu, fotografiarse con la 'crème' de lo que se ha dado en llamar la casta e incluso asistir a la proclamación del Rey. Una gran historia, sí, pero también, y sobre todo, un pésimo síntoma. «¿Quién no conoce a alguien que ocupa un puesto de trabajo no precisamente por sus méritos? No es de extrañar que 'El pequeño Nicolás', más bien 'Nicolás el Grande', haya sabido adaptarse bien a este sistema y lograra llegar tan lejos con su palabrería, regalando los oídos a las personas con las que se codeaba y atribuyéndose contactos influyentes», escribía Eva Rizo (Barcelona).

Y es que en un país (o lo que sea) en el que, de momento, los únicos condenados de casos como Gürtel y Bankia son los jueces que los investigaban, al desmesurado poder y a la impunidad de las élites extractivas se opone una creciente corriente regeneracionista, sí, vale, de acuerdo. Pero quizá el amigo Nicolás pensara que hoy por hoy lo más práctico y rentable siga siendo tratar de convertirse en uno de sus miembros. O, por lo menos, de pillar alguna tarjeta negraLas debe de haber que sigan circulando por ahí, con discreción, eso sí.

Sobresueldos o gastos de representación

Porque pasan los días, pero el cabreo con lo de Caja Madrid y Bankia es superlativo. «Yo también quiero una tarjeta opaca. Una tarjeta opaca para la plebe -afirmaba Irene Cañamares (Barcelona)-. Le cargaría la matrícula de la universidad, el transporte público, y me daría el lujo de pagar con tarjeta en los restaurantes de comida rápida. Y, muy de vez en cuando, la usaría para tomarme algún gintónic a la salud de los que gobiernan tan bien este país. Esto último lo pasaría como gasto de representación».

El tema, por más que se quiera, no da para muchas vueltas: los pagos con las tarjetas de marras solo podían ser sobresueldos o gastos de representación. Si eran sobresueldos, sus afortunados beneficiarios tenían que declararlos a Hacienda, y la caja, hacer las retenciones. Y si eran gastos de representación, había que justificarlos con facturas. Es asombroso que esto no lo supiera todo un expresidente de Bankia, exdirector gerente del FMI y exvicepresidente del Gobierno responsable de Economía y Hacienda, como Rodrigo Rato. Ni Estanislao Rodríguez-Ponga, exsecretario de Estado de Hacienda. Se ve que ni siquiera al expresidente de Caja Madrid y, casualmente, inspector de Hacienda Miguel Blesa le sonaba. El mismo que meses atrás sostuvo ante la Audiencia Nacional que los abuelos estafados con las preferentes, en cambio, «no eran ignorantes financieros» y eran «responsables de lo que firmaban». «Al contrario que Robin Hood, en este país se roba a los pobres para dárselo a los ricos», escribía Montserrat Martín (Esplugues).

Pero lo que menos se perdona es el alegre derroche mientras Bankia se encaminaba al reflotamiento con dinero público que tan necesario habría sido para mejores causas: «No es la moral ni la ética lo que está en cuestión, es la pérdida irreparable del honor, la libertad y el respeto a sí mismo», concluía Pat Villanueva (Vilassar de Mar). A todo ello, Alicia Aparicio (Barcelona) se hacía esta pregunta: «¿Por qué un hurto se considera delito si el valor de lo sustraído pasa de 400 euros, pero para que haya delito fiscal la cuota defraudada a Hacienda ha de superar los 120.000 anuales?».