De qué hablo cuando hablo de descansar

RISTO MEJIDE

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Lástima que terminó el festival de hoy, pronto volveremos con más diversiones. Si no has podido evitar cantarlo mientras lo leías, enhorabuena porque a estas alturas la vida ya te habrá enseñado lo que es una estría, el ácido fólico y una colonoscopia.

El caso es que yo también me voy de vacaciones y dejo de dar por un tiempo la vara en esta mi amadísima página. Sí, ya sé que preferirías que siguiera encadenado al ordenador mientras tú disfrutas de tu tan merecido descanso.

Pero uno también tiene una vida. O algo así. Y también necesita descansar. O algo parecido.

Estoy hablando de despertarte cuando sea y no cuando toque. Obligarte a no abrir los ojos hasta que te lo exija el cuerpo o la vejiga. Quedarte soñando hasta que salgan los créditos. Y utilizar las ganas como único despertador. Salir de la cama como quien se quita un yeso. Liberado y torpe, arrugado y sin ninguna flexibilidad. Desayunar antes de meterte en la ducha, y no al revés.

Vestirte con lo mínimo indispensable para evitar rozaduras. Salir a la calle y olvidarte el reloj. O el móvil. Y a veces, hasta la cartera. Sentarte en un sitio simplemente porque hace una sombra que no se puede aguantar. Tratar de adivinar el día de la semana que debe de ser hoy. Leerte un periódico de cabo a rabo y darte cuenta en la última página que es el de hace dos días. Comprarte el de hoy y tampoco hallar tantas diferencias.

Empezar por fin ese libro que tanto te apetecía leer. Y acabar dejándolo a medias por falta de tiempo. En vacaciones, sí. Ya. Vale. Acabarte otro libro y no estar muy seguro de si en algún momento lo llegaste a empezar. Releerte a Murakami de pe a pa.

Bajarte a la playa. Buscar tu lugar en el mundo en ese patchwork toallero cosido por una delgadísima costura de arena fina, la cual sólo remonta el vuelo en cuanto ve posibilidades de colarse por cualquiera de tus orificios.

Tumbarte de un lado. Contar minuciosamente los minutos para darte la vuelta y permanecer el mismo tiempo del otro. Desarrollar de memoria y sin ayuda externa una tesis doctoral sobre la sofisticada ciencia del moreno uniforme aplicado a un corpúsculo blanco nuclear. Versión 2014. Ahora con más arrugas. Y más pecas. Ojo con ese lunar. Me vigilas la toalla, que me remojo y vuelvo. Este calor no hay quien lo sude. Que me vuelvo al bar.

Quedar para comer con unos amigos. Que lleguen todos tarde y que a todo el mundo le dé igual. Se habrá quedado siempre por aproximación. Tanto en el espacio como en el tiempo. Así seguro que nadie se equivoca. Porque esa es otra máxima del descanso. No hay nada que exigir, porque no ha habido nunca mayor exigencia. Ya nada importa porque todo lo que queda es lo importante.

Alargar la sobremesa. Empalmarla con una cena. O con dos. Levantarse de la mesa a la luz de la luna. Dedicarle a ella esos cuantos kilos de más. Pasar por casa sólo para quitarse la arena. Y volver a salir hasta que no haya más que vivir por hoy. Jamás irte a dormir por lo que vaya a pasar mañana. Sino por lo que ya no vaya a pasarte hoy.

Amar la vida. Pensar, divagar, filosofar. Arreglar el mundo varias veces antes de perder el hilo de lo que se estaba diciendo. Y mientras tanto, atender religiosa y puntualmente a las cuatro F: follar, follar, follar y follar.

En definitiva, cambiar de rutina. Estrenar nuevos modos de aburrirse. Llegar a echar de menos todo aquello que el resto del año te acabó hartando. Y eso sí, un año más, como siempre, odiar la playa. Todavía más.

Y así volver en septiembre.

O quizá no.