Puñeteras huelgas

La fuerza de ambos bandos se basa en causar el máximo perjuicio al usuario

El metro de Barcelona afrontó ayer una nueva jornada de huelga, la 11ª en los últimos tres meses.

El metro de Barcelona afrontó ayer una nueva jornada de huelga, la 11ª en los últimos tres meses.

JORDI MERCADER

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La huelga es un derecho básico de los trabajadores para reclamar sus derechos. Ya está dicho. Los gestores de los servicios públicos, al negociar con los sindicatos, no tienen porqué ceder a las pretensiones laborales que considere inasumibles o injustificadas. Dicho está. Pero esto no es todo: hay un conflicto de derechos cuando la presión entre las partes se ejerce a la salud de los usuarios, víctimas de una mesa de negociación en la que no tienen ni voz ni voto. 

Los lunes en Barcelona no se viven en el emotivo sol cinematográfico de Fernando León de Arenoa si no en la realidad de una inacabable batalla campal entre Transports Metropolitans y los trabajadores del metro, ampliada ahora, alegremente, con las escaramuzas sindicales de los empleados del 'bicing' y los guardias de seguridad privados del aeropuerto de El Prat. Las reclamaciones de los sindicatos serán todas legítimas, lo discutible es la táctica, la suspensión del servicio en el momento que más duele al usuario, la acumulación de incomodidades para aumentar el estado de indignación de los pobres rehenes.

A diferencia del conflicto laboral en una compañía privada, en el que los huelguistas calculan que cuanto más daño económico se inflija al patrón antes este se rendirá a sus reclamaciones, aquí, en nuestros lunes barceloneses, el patrón, sea TMB, el Ayuntamiento o AENA, no va a moverse por la rebaja de los beneficios en el balance de la empresa, tal vez, en algún momento de las negociaciones, alguien piense fugazmente en las repercusiones políticas de las mismas, en aquellas décimas de valoración electoral que pueden perderse, en el peor de los casos. Ellos, los patrones públicos y los sindicalistas del empleo público se apremian haciendo perder tiempo, dinero o el primer día de vacaciones a miles de personas anónimas.

Esta es la gran injusticia de las huelgas en los servicios: que la fuerza de las posiciones de los dos bandos se construye a base de causar el mayor perjuicio posible al usuario. Los negociadores de uno y otro bando siempre creen que el cabreo del ciudadano por la puñetera huelga va a recaer en el otro bando. El metro tarda media hora  en llegar a un andén que más parece una sartén, no hay bicicletas para hacer el recorrido de forma alternativa y las colas en el aeropuerto se eternizan, los vuelos y las conexiones se pierden; mientras, en despachos separados con aire acondicionado, sindicalistas y representantes políticos solo esperan que la indignación popular relaje la intransigencia del contrario. Un sufrimiento injusto e inútil, porque nadie se ablanda con el mal ajeno.

Un derecho es un derecho y debe respetarse escrupulosamente. El interés general de las compañías públicas debe ser defendido por los representantes de las instituciones. Pero la prolongación en el tiempo de las huelgas en el servicio público debería tener un límite y un coste político y sindical para los protagonistas incapaces de llegar a acuerdos. La cara de mala leche de los rehenes no es pena suficiente para tanta ineficacia.