LA RELACIÓN ENTRE EL HOMBRE Y LA TECNOLOGÍA

El pulgar y el robot

El diminutivo teclado del teléfono móvil ha convertido a los dedos regordetes en pinzas de las letras

JUAN VILLORO

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Hay partes del cuerpo que la tecnología pone de moda. El automóvil dio renovada importancia al pie derecho y los teléfonos móviles al dedo índice. Desde hace un par años vivimos la era de los pulgares. El diminuto teclado del teléfono los ha convertido en pinzas de las letras.

La evolución humana hubiera sido imposible sin el pulgar oponente que distinguió a nuestros remotos ancestros de los primates inferiores. Tocar con el pulgar la palma de la mano y los demás dedos permitió que el cerebro encontrara múltiples ocupaciones, de la agricultura al origami.

La Edad Media, fuente de malos recuerdos, dio importancia negativa a los dedos de la evolución, colgando a gente de los pulgares. Poco a poco, el trabajo manual fue desplazado por la maquinaria y el siglo XX automatizó buena parte del ámbito laboral. En su extraordinaria serie 'El trabajo del hombre', Sebastião Salgado fotografió a la última generación que sobrevivió exclusivamente con sus dedos.

De protagonista absoluto de la evolución, el pulgar pasó a ser un actor de reparto con dificultad para conseguir papeles. Su utilidad pública se limitaba a aportar una huella digital en caso de arresto, hacer autostop en una carretera o comunicar buenas o malas noticias, según se orientara hacia arriba o hacia abajo. Esta última función era la más común e intrascendente (¡qué diferencia con los tiempos romanos en que un pulgar levantado perdonaba una vida!).

En la mecanografía, el pulgar ejerció la insípida tarea de separar palabras. Su contribución a la escritura era el espacio en blanco.

Con los mensajes de texto, el relegado apéndice volvió en plan grande. El cerebro depende ahora del dedo que, la verdad sea dicha, estaba un poco dormido. Juzguemos, si no, la forma en que texteamos. Si el índice es todo elocuencia, el pulgar ejerce del tartamudo de la mano.

Conscientes del problema, los programadores han creado recursos para escribir como un superprimate. Inicias un mensaje y una aplicación te propone diversas palabras; tocas la necesaria y sigues adelante. Pero a veces rozas un vocablo y sin darte cuenta envías un mensaje enloquecido. ¡Bienvenidos a la era de la comunicación aleatoria!

Hace unos días mandé un wasap a mis hermanos con el fin de reunirnos en casa de nuestro difunto padre. Mi cerebro quiso decir: "¿Van a ir a la cena del Papaíto?", pero mis sublevados pulgares escribieron: "¿Van a la alacena del parásito?". Aunque esta ofensiva frase fue perdonada como un error, permitió que durante la cena afloraran reclamos por mi imprecisa conducta en otros momentos de la vida familiar.

Al combinarse con palabras predeterminadas, la escritura de los pulgares provoca insultos involuntarios y confesiones tan descaradas que parecen verdaderas. La solución de emergencia consiste en desactivar la apresurada aplicación que confunde «Papaíto» con «parásito». Pero nos deja -valga la metáfora- en manos de los pulgares. El resultado es un balbuceo que recuerda penosamente a una tribu preverbal.

Los mensajes de texto revelan que somos antropoides. Estamos ante un aleccionador efecto fortuito de un mecanismo de alta sofisticación. Aunque los programadores digitales no tuvieran el menor deseo de poner en tela de juicio la relación entre el hombre y la máquina, crearon un aparato que ha transformado el comportamiento en forma más radical de lo que podía suponerse.

Los pulgares recuperaron relevancia gracias a un teclado que se presta para ellos. Al mismo tiempo, su incierta desteridad, su falta de adiestramiento, su condición de dedos a fin de cuentas atrasados y regordetes, nos pusieron en contacto con un sistema de escritura tentativo y descompuesto donde el equívoco no es la excepción sino una esperable partícula.

El más frecuente recurso de comunicación contemporáneo no aspira a que sus contenidos sean perfectos; basta que sean veloces. Lo que ahí decimos depende más de la prisa que de la calidad.

Más allá de esta evidencia, el nuevo trato con el alfabeto brinda una inesperada lección. El pulgar nos volvió humanos y durante milenios pensamos que eso nos otorgaba superioridad. Ahora el dedo peculiar vuelve a ubicarnos: somos la especie del invento y el error. Saber que evolucionamos es positivo; saber que evolucionamos pero no tanto, es más positivo.