Opinión | editorial
Prueba superada
La opinión del diario se expresa solo en los editoriales. Los artículos exponen posturas personales.
Ayer era el día de la gran prueba del movimiento del 15-M, y lo era porque los graves sucesos de la Ciutadella del miércoles pasado amenazaron con echar por tierra todos los argumentos de los indignados y cuestionaron el papel que pretenden desempeñar dejándoles aislados. La normalidad con que se desarrollaron las manifestaciones de Barcelona -donde se congregaron más de 100.000 personas-, de Madrid y del resto de las poblaciones españolas, en las que los propios convocantes se hicieron cargo de la seguridad para evitar la infiltración de provocadores, pone de manifiesto que lo que ocurrió el día 15 fue producto, sobre todo, de la bisoñez política de los organizadores. La numerosa participación ciudadana responde, probablemente, a que se ha entendido que aquellos incidentes fueron una anomalía ajena al espíritu del movimiento.
Ayer quedó claro cuál es el camino que debe seguir el 15-M si quiere participar en el futuro del país. Tiene que organizarse y canalizar y concretar sus propuestas, asumiendo el inevitable riesgo de parecerse a los partidos que tanto critican, huyendo de todo lo que huela a algarada y a inmadurez.
Si elestablishmenty sus aledaños persisten en mantener los sucesos del 15-J como elemento fundamental de su análisis del fenómeno cometerán un grave error. Las medidas de ajuste fiscal que se aplican en España y toda Europa para combatir la recesión y los efectos de la propia crisis han hecho aflorar las quejas de quienes prefieren no resignarse y se manifiestan como indignados. Sería torpe obstinarse en no entender lo que ocurre y reaccionar ninguneando a quienes se movilizan y lo que representan. Sería una actitud propia de quien se siente amenazado.
Una buena parte de las reivindicaciones de los indignados son razonables porque, en definitiva, lo que denuncian es la pérdida de calidad del sistema democrático. Haríamos muy mal consolándonos ante la creciente abstención electoral de las últimas convocatorias con la excusa de que es algo común en las democracias maduras. O haciendo oídos sordos a las papeletas en blanco de ciudadanos que expresan con ellas tanto su disconformidad con las opciones electorales como su interés por la cosa pública. Los políticos profesionales deberían meditar sobre la necesidad de integrar esos anhelos como ya ocurrió durante la transición, cuando partidos e instituciones supieron asumir y canalizar lo que estaba en la calle. Entre todos.
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