Un viejo debate social

Prostitución e ideologismo

Regular el sexo de pago destierra el utopismo y se esfuerza en transformar la realidad de forma efectiva

MARÇAL SINTES

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¿A quién no le gustaría vivir en un mundo absolutamente justo y feliz? Desgraciadamente, este mundo nunca llegará a existir. Porque el hombre es como es y resulta extremadamente difícil cambiarlo. Es lo que el admirado Isaiah Berlin quiso decir con una metáfora extraída de Immanuel Kant: el fuste de la humanidad está torcido. Irremediablemente torcido.

Si embargo, mientras no habitemos un planeta angelical debemos intentar mejorar la realidad que nos ha tocado. Sin creer, como parecen creer algunos, que lo que no nos gusta desaparecerá solo porque lo prohibamos, es decir, como si pudiéramos alterar la naturaleza humana mágicamente y de un día para otro. No es así. Históricamente, la ingeniería social de este tipo o no ha funcionado o ha generado problemas mucho más dolorosos de los que pretendía combatir. 'És pitjor el remei que la malaltia', se suele decir en catalán.

Viene este prolegómeno a cuento de una reciente sentencia de un juzgado social de Barcelona obligando a la regularización laboral de unas prostitutas. La sentencia dice que los proxenetas deberían suscribir contratos con las mujeres, que de esta manera podrían contar con seguridad social y derecho a paro. Me parece un buen camino. La regularización supone considerar la prostitución como cualquier otro oficio y, por tanto, las prostitutas como trabajadoras.

Conservadores de derechas y de izquierdas

Sin embargo, este planteamiento enfurece a ciertos conservadores de derechas y de izquierdas. A menudo más agriamente a estos últimos. Así, los supuestos progresistas, entre quienes se encuadran determinadas entidades feministas, han reaccionado tradicionalmente rasgándose las vestiduras. Y han demostrado que, en el trasfondo de sus argumentos antirregulación, hay sobre todo unas creencias nunca reconocidas como tales. Lo vemos cuando, por ejemplo, se reivindica la dignidad de la mujer sin aludir jamás a los hombres que se prostituyen, puesto que el hombre, en su narrativa en blanco y negro, está destinado exclusivamente a jugar los roles de traficante de blancas, explotador sexual o cliente vicioso.

No deja de ser revelador también que en muchos casos las mismas feministas que, al hablar del aborto, proclaman que la mujer es la única con derecho a decidir porque se trata de su cuerpo (el famoso 'nosotras parimos, nosotras decidimos'), al referirse a la prostitución no duden en dictar al resto de las mujeres lo que pueden y no pueden hacer con su cuerpo.

Este debate entre la regulación de la prostitución y la prohibición total no es nuevo. Hace unos años, en época de los Gobiernos tripartitos en la Generalitat, la entonces 'consellera' Montserrat Tura defendió con valentía la regulación. Bastantes progres y feministas no menos miopes se le echaron encima, a veces ferozmente. No les preocupaba tanto la mejora de las condiciones de las prostitutas como, sobre todo, no tener que poner en cuestión su ideologismo.

Exigir mano dura contra los hombres

Así, se limitaron a censurar a la 'consellera' socialista y a exigir mano dura contra los hombres. Exactamente igual que la derecha más acartonada. Suecia, un país donde por una ley de 1999 el cliente puede ir a la cárcel -si no paga una multa-, es el modelo que suelen esgrimir. Como decía, en su imaginario el hombre es culpable de todos los males que aquejan a las mujeres.

No se han parado a analizar si las prostitutas suecas trabajan en mejores condiciones que antes. Ni tampoco les parece inquietar que en los países limítrofes se haya disparado la prostitución, ya que la ley sueca 'exporta' clientes. Prohibir algo no lo hace desaparecer, sino que lo transforma, a veces llevándole a adoptar formas más nocivas, como ocurrió en Estados Unidos con la 'ley seca' entre 1920 y 1933. ¿Se acuerdan de Al Capone? El otro modelo, el de la regulación, destierra el utopismo y se esfuerza en transformar la realidad de forma efectiva. Busca el progreso, la mejora quizá modesta pero real, contemplando las personas tal como son, con sus miserias y grandezas, en toda su complejidad.

Considerar la prostitución una profesión presenta, decíamos, ventajas. La primera de ellas, poder combatir mucho mejor la prostitución forzada y las redes de traficantes de mujeres. Si la prostitución es legal y regulada, además de otorgar derechos laborales a los que se dedican a ella, las zonas siniestras del negocio lo tienen más difícil para seguir existiendo.

El inconveniente de avanzar en esta dirección sería el reverso del caso sueco, ya que la regularización desencadenaría muy probablemente la 'importación' de clientes y la multiplicación del número de prostitutas. Por eso es también un debate europeo, y un problema que precisaría de políticas consensuadas entre los Gobiernos.