A propósito de Joan Garriga

EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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Puede que sea un tema de educación. De formación. De colegio. De estudios. De buena voluntad. De gente de bien. Y de mal. De engreimiento. De soberbia. De autosuficiencia. De creerse superior a todos. O a nadie. De pensar que uno es Superman y atraviesa las paredes. De vivir, como reconocen decenas, cientos, miles de deportistas de élite, en un mundo irreal. En un mundo inventado a su medida que, superados los 30 o acabada su actividad, los convierten en estrellas polares que atraen a los vampiros.

Puede que sea, tal vez, quién sabe, simple mala suerte. Pero, no, no puede ser mala suerte cuando le ocurre a tanta gente. Cuando a algunos (y yo conozco varios; y los conozco, sí, en el mundo de las motos) les ha pasado, no una, sino dos y tres veces. Es, simplemente, no tener formación, no saber escoger tu entorno. No saber quién puede ayudarte. Los hay, incluso, que ni siquiera confían en sus padres. Y los hay que sí, y se llevan la mayor de las sorpresas. De esos, también hay cientos.

No puede ser que, en el mundo del deporte de élite, se hayan producido tantos y tantos casos como el del desaparecido Joan Garriga. No puede ser que esos muchachos, fantásticos, únicos, ideales, profesionales y campeonísimos en lo suyo, hayan tenido tan mala mano a la hora de rodearse de gente que pudiese dirigir su vida, proteger su dinero, invertirlo o, como minimo, guardarlo para el día de mañana.

Dicen, sí, y puede ser cierto, que, en el año 2015, es decir, ahora, ya hay gente que se cuida de eso. Y eso, espero, supongo, no es solo manejar tu twitter, tu facebook, tu instagram, ser eso que llaman ‘community manager’. Eso significa orientarte, invertir bien tu dinero, proteger a los tuyos, mantener tu imagen alejada de la mala imagen y, sobre todo, no sugerirte, desde el primer día, cambiar tu residencia a Suiza. O Andorra.

Si engañaron al mismísimo Valentino Rossi, si timaron al ‘Doctor’, si tuvo que pagar lo que no está escrito, es decir, millones y millones de euros a la Hacienda italiana y, encima, protagonizar un acto de arrepentimiento público sin precedentes, es que pueden engañar a cualquiera. Y no daré más nombres, aunque podría, podría. Y cercanos. Y nuestros. Y casi tan campeones como ‘Vale’. Y en activo. A los que adoramos porque se lo merecen. Y porque se juegan la vida cada día.

No tiene sentido que muchachos, jóvenes, que se han pasado la vida preparándose para ganar, y no solo carreras o títulos mundiales, también millones de euros, no hayan sido capaces de encontrar gente normal, profesional, fiable, para administrar su fortuna. Cierto, no es fácil porque, entre otras razones, el primer punto de partida es que todo eso les llega cuando ni siquiera tienen edad de votar o conducir. Y no hablo solo de pilotos de carreras, no. Hay cientos de deportistas con los pies de barro.

Será cosa de educación, de formación, de no saber escoger, elegir. Y, sobre todo, al final, todo acaba en alguien que no se fía de nadie porque, intuyendo que todos se acercan a él o trabajan con él por puro interés, termina gestionando él su presente y futuro o, peor aún, poniéndolo en manos del más impostor de todos, aquel que mejor simuló ser su amigo. Pura zalamería.

No ha de ser fácil. No lo es, de ninguna manera. La realidad lo demuestra a diario. Y también demuestra que no hay nada peor, aunque parezca mentira, que ser joven, rico y famoso antes de los 20 años. Y todos ellos lo han sido, lo fueron y lo serán. Es evidente que la capacidad que tiene el mismo deporte en generar héroes, campeones, estrellas, mitos, ejemplos (o no) para la juventud, es directamente inversa a la posibilidad de que ese mismo deporte, negocio, espectáculo, show o entretenimiento, construya una red capaz de salvaguardar el futuro de esos muchachos. Me dirán que no es misión del propio deporte hacer eso. Puede, pero no hay peor ejemplo para el deporte que ver arruinado, timado, perdido, desahuciado, muerto por culpa de no haber sabido gestionar su fama, conquistas e ingresos a cualquiera de sus ídolos.

Resulta imposible saber de quién es la culpa o, en cada caso, cómo se podía haber evitado. Pero es evidente que algo falla en el deporte para que, insisto, miles de campeones acaben convirtiéndose en juguetes rotos por culpa de las malas compañías. De vividores. De auténticas sanguijuelas.

Lo que resulta repugnante, al final, es echarle la culpa de todo “a su mala cabeza”. La misma que le permitió, o ayudó, a ser un auténtico ídolo de masas. A imitar. O no.