Ventana de socorro

Profes de instituto

ÁNGELES GONZÁLEZ-SINDE

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Recuerdo bien a mis profesores del instituto. Unos por defecto y otros por exceso, todos fueron importantes para mí. No gozan del prestigio social de los docentes de la universidad, sin embargo, cuando tienes hijos adolescentes, tomas conciencia de lo cruciales que son, porque en sus manos está el despertar de muchas vocaciones y opciones profesionales.

Mis profes me enseñaron mucho, pero el adolescente no suele ser generoso, bastante tiene con entenderse a sí mismo, así que nunca se lo agradecí. Aunque sea tarde y por persona interpuesta, voy a hacer aquí extensivo ese reconocimiento a todos los profes que inician en estas fechas su merecido descanso y a los aspirantes que, en toda España, se presentan a las oposiciones.

Enseñar no resulta nada fácil. Si has tenido que dar una sola clase lo sabes. Es mostrar un camino, abrir puertas a paisajes desconocidos, contagiar convicciones y entusiasmo, es no dejarse abatir por los alumnos que no nos siguen y se extravían. Es, como dice Daniel Pennac, «pelar una cebolla capa a capa, desde el envoltorio sucio, lleno de tierra, hasta el corazón blanco. Pero lo que consigas hoy no es permanente, mañana hay que volver a empezar y pasado mañana otra vez y así hasta que el alumno vaya disolviendo poco a poco esos pesares y alivie esos espíritus. Enseñar es volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor».

Es arduo porque requiere seguridad en lo que queremos transmitir, pero también humildad para fracasar y saber que nosotros, como los alumnos, necesitaremos seguir aprendiendo. Si doy alguna clase, por más que la prepare me siento muy nerviosa, solo me tranquilizo cuando recuerdo que únicamente enseño si aprendo. Entonces me hago una pregunta: ¿qué quiero aprender yo hoy con los alumnos? Y es que en la vida los mejores trabajos no son solo los que están bien pagados, sino los que hacemos con la sensación de que ayudamos, de que nuestra presencia aporta. Gracias, profes.