La formación de los ciudadanos

Ni profanos ni exquisitos

La filosofía no garantiza la felicidad, ni mucho menos, pero sí una existencia mucho más intensa

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MANUEL CRUZ

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Hace no mucho tiempo, intentando hacer el elogio póstumo a un filósofo que acababa de fallecer, un colega de mi facultad enumeraba, entre las cualidades del desaparecido, la siguiente: «Rechazó distraerse con el periodismo». Dejando aparte la involuntaria ironía de que la afirmación apareciera en un obituario publicado en un diario de gran tirada, cuando leí tales palabras no pude evitar que de inmediato acudiera a mi cabeza una pregunta: «Ah, pero ¿los periódicosdistraen?».

Repárese, por otra parte, en que la afirmación de marras cargaba de razón el extendido y tópico convencimiento acerca de la falta de conexión entre los filósofos y el mundo o, si se prefiere, acerca de la inutilidad de la filosofía. Curiosa esta coincidencia entre profanos y exquisitos, entre quienes reprochan al filósofo una presunta voluntad de vivir encerrado, a salvo de la dureza de lo real, en lo más alto de su torre de marfil y quienes fantasean, como ideal de su actividad, un neoaristocratismo del pensamiento solo materializable en sus mentes.

PROBABLEMENTE unos y otros, cada una a su manera pero con parecido empeño, contribuyen a mantener viva la llama de la pregunta, tan generalizada como improcedente, acerca de la utilidad de la actividad filosófica. Los primeros sostienen, con absoluta falta de originalidad, que «la filosofía no sirve para nada», mientras que los segundos replican, no sin cierta altanería, «así es, en efecto, ¿y qué pasa?». Ambos deberían reflexionar acerca del supuesto sobre el que se basa la pregunta, a saber, que las cosashan de servir. ¿Qué significa que algosirva? ¿Todas las cosassirvende la misma manera? ¿Por qué es importante que algo sirva? ¿Se atreven de verdad a pasar revista a las cosas que no está claro que sirvan según su criterio, y a las que, sin embargo, tanto tiempo dedican?

Yo no le opondría a estos imaginarios interlocutores un manotazo al tablero que propusiera un modo de vida más feliz, como si la felicidad se alcanzara simplemente dejando de preocuparse. También la felicidad se dice de muchas maneras, y yo estoy en mi derecho de pensar que esa felicidad por ausencia de preocupaciones a la que muchos aspiran no deja de ser un felicidadboba. Pero no es por ahí por donde quiero ir.

En realidad, no creo en absoluto que la filosofía garantice la felicidad. Más aún: en muchas ocasiones nos hace más desgraciados (por ejemplo, cuando descubrimos el profundo sinsentido de algo respecto de lo cual vivíamos en el engaño consolador de alguna hipótesis insostenible). Pero lo que sí nos garantiza es una existencia más intensa. Enterarse, aunque se sufra, siempre es mejor que vivir en la inopia.Putnamya hablaba de esto: si le ofreciéramos a la gente tomarse una pastilla azul y ser feliz, solo que sin ser consciente de la realidad de las cosas, o tomarse una pastilla roja y captar la complejidad y los claroscuros del mundo, con todos sus matices (muchos de ellos desagradables), la inmensa mayoría se tomaría la pastilla roja. Quizá sea un indicador de queAristótelesllevaba razón cuando afirmaba que todos los hombres anhelan por naturaleza saber.

El problema, llegados a este punto, es la forma en la que acordamos satisfacer dicho anhelo. Con otras palabras, qué lugar atribuimos a la reflexión, al pensamiento, al discurso filosófico, en el conjunto del saber o, intentando ser un poco más concreto, en los estudios medios y superiores. Resulta difícil, en este asunto, no deslizarse ni hacia la melancolía por unos presuntos buenos tiempos perdidos que tal vez nunca existieron (o existieron para una élite reducidísima: probablemente sea eso lo que añora el neoaristocrático al que empezábamos aludiendo) o hacia el tecnocratismo, supuestamente muy práctico él, y adecuado a las nuevas circunstancias (especialmente del mercado).

Desde luego que yo le asignaría un papel relevante a la filosofía en la formación básica y media, aunque probablemente haría falta una profunda y rigurosa reflexión acerca de la forma que debería revestir dicha presencia.

Enseñar a pensar, a analizar con distancia y un cierto recelo el imaginario colectivo de nuestras sociedades es algo estrictamente necesario, imprescindible, si no aceptamos el diseño que por todas partes se nos propone de una sociedad compuesta por individuos banales e irreflexivos, incapaces de resistir a las acometidas ideológicas de los diversos poderes a los que estamos sometidos. Se trata, a fin de cuentas, de contribuir a que lo mejor de nuestra actividad como filósofos genere efectos en la sociedad, contribuya a impugnar lo existente (cuando este merezca ser impugnado, claro está), a mejorarlo de acuerdo con nuestras aspiraciones y deseos.