La rueda

No hablaré de Roberto Bolaño

LLUCIA RAMIS

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Recuerdo un viaje en tren, el mismo que va a Blanes, donde ya tienen que estar hartos de que les pregunten siempre por él. El del videoclub al que iba, el librero supongo, el dueño del bar. Volvía yo de Mataró, donde trabajaba entonces, la playa pasaba a mi lado al revés, toallas de colores, y en el vagón alguien se comía un plátano. Acababan de darme la noticia como un trámite, «se ha muerto tu amigo ese». Pero no éramos amigos. Apenas habíamos coincido un par de días en aquella Sevilla que lo mató, dos semanas antes. Y nos dijimos cosas, y nos reímos. Él: «Te encantaría ser mala». Y yo: «Habló el escritor maldito».

Recuerdo el nauseabundo olor del plátano, o tal vez fuera el disgusto lo que me revolvía el estómago. Un «nos vemos en Barcelona» que no pudo ser, y unas ganas de conocerle que se quedaron en otro tipo de reconocimiento: la literatura. Fui a su funeral y me sentí tan fuera de lugar como fuera de lugar he visto luego mil veces su nombre; en cotilleos feos, estrategias terribles, heroicidades que no sé si le corresponden y una idealización transformada en tópico inmerecido.

Por lo visto, la muerte es como los donetes: te salen amigos por todas partes. Lo peor es que no podrás quitártelos de encima si se ponen pesados. Otros -los vivos muy vivos- gestionan tus relaciones por ti, controlan qué se puede recordar y quiénes pueden hacerlo. Entonces te conviertes en un destino turístico de culto, como si todavía quedaran por descubrir aspectos tuyos, personales e íntimos, que no deberían interesarle a nadie. Eres leyenda.

Diez años han alimentado esa leyenda y no han mermado, sin embargo, el recuerdo de aquel viaje en tren que apestaba a plátano. Lo conocí lo justo para poder inventármelo. Me gusta encontrarle de nuevo, cada vez, en sus libros. Lo demás no importa.