Dos miradas

Pompeya y Verges

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Leo las crónicas de la exposición estrella de la temporada en el Museo Británico: una reconstrucción de la vida de Pompeya y Herculano antes de la erupción terrible del Vesubio y de la nube de ceniza que paralizó el tiempo y los cuerpos. Me quedo con una de las imágenes, la de una familia petrificada: un padre, una madre y dos niños. Podría ser que el niño grande durmiera y que el padre estuviera tumbado, descansando. Podría ser que el niño pequeño jugara sobre la barriga de la madre, también tumbada, jugando con él. Podría ser una escena anodina y cotidiana, un momento de relax casero. Y también podría ser que, en aquel instante crucial, los cuatro se dieran cuenta de la llegada del momento decisivo, aquella ola contra la que no podían luchar. En cualquier caso, después de casi dos mil años los tenemos delante, los observamos como si fueran vecinos del rellano, como si fuéramos nosotros mismos frente al televisor, un sábado cualquiera. Su muerte repentina, que ahora es una escultura, nos habla de una desaparición pétrea que no es sino pervivencia del instante.

Y aún otra imagen. Ahora no es una muerte estática, que ha recorrido el camino de los siglos para enseñarnos ese silencio que hiela el corazón, sino el baile de la muerte, una danza que todavía nos conmueve porque observamos el movimiento y sentimos la monotonía del tambor como un anuncio inevitable. En Verges, un Jueves Santo. Escenografías de los días que se detienen y de los días que vendrán.