Preservar la música

Mallarmé descubrió la última razón de ser de la poesía: “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Evidente. La literatura y la filosofía comparten la misión de afinar el lenguaje. Al hilo de la posición de quienes han conseguido sobrevivir a la degradación de la escritura propiciada por el mercado -el mejor ejemplo que encontramos al sur de Europa es Enrique Vila-Matas-, y a la contra de quienes se buscan la vida banalizando también la filosofía, es bueno reconocer el peligro en que se encuentra la alta creación. Más extremo que el del clima porque no preocupa. Lo que nos ha alimentado se agota. La gran corriente se deshace en un delta en el que no hay que estar alfabetizado para beber en él. No reconocerlo es favorecerlo.

¿Sucede el mismo con la música? Los tres tenores no hicieron daño alguno. Lang Lang, en cambio, sí, porque aún brillantísima promesa, dejó de estudiar. Muchos como él han cerrado la puerta de la celda donde el intérprete crea y recrea, se esfuerza, sufre y se revela, han echado la llave a las fauces de los voraces traficantes del 'marketing' y se han hecho o se quieren hacer ricos a base de sustituir pureza por efectismo.

Muy pocos, como Varvara, prefieren servir la música, sembrarse la partitura en las entrañas y dejar que se ramifique por todo el cuerpo hasta la prolongación del resultado que son las notas exhaladas por el instrumento. Quienes van a la contra de la banalización de legado topan con dificultades crecientes, porque las condiciones de la exploración, el descubrimiento de los legados inagotables de la partitura, la maduración del intérprete, son lentas, lentísimas. Y los operadores traen prisa. Para los mejores jóvenes talentos, resulta casi imposible asomarse a la feria de los grandes sin someterse a la voracidad del mercado y en consecuencia estresarse como individuos portadores de artistas. Si Varvara acaba siendo excepción en vez de norma, la batalla estará casi perdida.