Preguntas que no se formulan

La autora cierra la serie volviendo al inicio de la misma: interrogándose sobre sí misma a partir de los secretos 'literarios' de su familia

POR JENN DÍAZ

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1. Carlos Zanón inicia su serie de relatos 'Deberes para septiembre'

Cuando al personaje Mariela, que es un eco de mi madre y de mí misma, se le muere el padre, procura saber la verdad de su vida sin hacer preguntas. Quiere descubrirlo todo por sí misma, sin versiones, sin censuras. Espía detrás de la puerta, el pueblo le ofrece retales de lo que quiere saber... pero todo es insuficiente. Y su oído se va agudizando poco a poco, se va volviendo adulto. Todos dicen que es muy madura, la niña, Mariela, todo lucidez. Cuando le pregunté a mi madre qué pensaba mi abuela, qué pensaba la tía, cómo se sintió su padre al salir de la cárcel... no lo supo, no supo qué responder. Las respuestas a ciertas preguntan tardan en llegar, porque se es demasiado pequeño, porque no se está preparado, porque no se quiere reconocer; pero hay preguntas que nunca se formulan.

Por qué mi abuelo se suicidó es algo que no sabremos nunca. Quizá mi abuela, en su mutismo, podría haber resuelto media incógnita. Pero mi abuela, en sus últimos años de vida, solo parecía preocupada por mantener a distancia al perro, esconderse para comer dulce y mover los pulgares haciendo círculos entre ellos con las manos cruzadas -un gesto que para siempre me recordará a ella. No hacía otra cosa, y hablar sin dientes, y sonreír sin dientes, y pedirle a mi madre que le retoque el moño, y ponerse colonia en el pelo, y quedarse dormida en el sofá a cualquier hora.

Mis dos últimos tíos, que apenas se llevan nada con mis hermanos, fueron hijos de un hombre encarcelado que desconfiaba de la fidelidad de su mujer. Mi abuela cargó con aquellos dos niños, que estaban todavía por educar, y con los otros siete. De la mitad de ellos ya no tenía que responsabilizarse, porque eran adultos. Mi madre hizo de madre de sus dos hermanos más pequeños, siendo ella la grande de las chicas, y todos crecieron en desorden. Mis hermanos y mis tíos, en un parentesco extraño -intermedio. Lo que sé de mi abuelo, lo sé por mi madre. Quizá ahora debería preguntarle a mis tíos en qué momento exacto de su infancia les contaron que su padre estaba en la cárcel, o que había matado a un pariente de la familia, o que se había suicidado. Es probable que no fuera mi abuela quien les contara la verdad, porque antes estas cosas no había necesidad de comunicarlas; puedo imaginarme a los hermanos mayores contándoles a los hermanos menores todo lo que había ocurrido. Me imagino a mi madre diciéndole a sus hermanos, mientras criaba a mi hermana, que a pesar de todo, habían tenido suerte -las monjas no les habían sujetado el hombro con fuerza para no salir corriendo a ver a su madre, ni les habían amenazado, ni habían sentido el desamparo en sus primeros años de vida, los que supuestamente son vitales para el resto de tus días... el futuro.

Pero yo lo que quería, lo que siempre he querido, es ser Natalia Ginzburg, o, bueno, de acuerdo, para esta saga familiar, ser Mercè Rodoreda, y contarlo todo como se cuentan las grandes historias, las vidas que no necesitan adorno literario para funcionar, las vidas que parecen películas, cuentos de terror, novelas negras pero sin lujos. Es muy tentador contar la verdad, y más tentador aún inventar sobre la base de verdad; pero ni soy Ginzburg ni Rodoreda, ni me he permitido fabular sobre la vida familiar -es esta y no otra la vida de mi madre, el principio de la vida de mi madre. He querido ser justa con estos personajes, incluso respetuosa con todos ellos; más respetuosa de lo que soy con los que aparecen en mis libros... ¡mucho más! Me habría gustado poder escribir con libertad sobre mi abuelo, su hermana zoronga, mi abuela, mi madre... pero es difícil ser honesta con sus imperfecciones cuando hay un lazo familiar. Se necesita arrojo y valentía para enfrentarse a estas vidas sin caer en la justificación; se necesita el descaro de Milena Busquets para escribir También esto pasará o el talento de Cèlia Suñol para escribir tan literariamente Primera part, o la maestría a la hora de ordenar las emociones como Sergio del Molino en La hora violeta. Podría hablar sin reparos como Jeanette Winterson en ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? o ser una gran recicladora de anécdotas como Carson McCullers. Me faltan todavía años y años, muertos y muertos, para atreverme a hacer mi propia versión de Llamada perdida de Gabriela Wiener o Vida de provincias de María Yuste. No soy ninguno de ellos y eso me permite admirarlos y contemplar cómo los demás se deshacen del pudor y convierten en obra lo que creen necesario de sus vidas, una obra de lo penoso y lo feo de la familia. Yo todavía tengo recelo y vergüenza. No de la familia, no de contar lo que se tiene que contar -me avergüenza quedar expuesta, medir las reflexiones, no decir todo lo que diría. La escritura de la vida propia es enemiga de la contención, y yo no hago otra cosa que contenerme. Aquí está, en su versión más ingenua y pudorosa, mi vida familiar. No se parece a otras vidas familiares porque es de una infelicidad singular, propia.