MI HERMOSA LAVANDERÍA

Potau

ISABEL COIXET

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Amaba a las mujeres y las mujeres lo amaban. Nunca he conocido a nadie al que quisiera tanta gente. Ni tantas mujeres. Recuerdo exactamente la primera vez que lo vi, en un plató de cine bromeando con el cámara, la script, la maquilladora, la de vestuario, la modelo. Hasta bromeando conmigo, que era el último mono del rodaje.

Le gustaba vivir. Vivir por encima de todo. De las enfermedades que le persiguieron desde niño. Por encima de la precariedad. Por encima de las miserias de la vida. Vivía aferrado a la vida con un fervor inaudito. Tantas cosas de la vida que se le han escapado en el lugar que más temía, la diálisis. Su némesis. Esperando, siempre esperando. El trasplante. El nuevo riñón que le arreglaría la existencia.

Tengo tantas imágenes de Potau en mi cabeza que pugnan por salir... Todo lo que amaba. Todo lo que detestaba. Lo que amaba: bailar agitando los brazos como un personaje de El libro de la selva. La Coca-Cola (su rostro transido de placer después de un sorbo a una lata, su rostro de niño viejo). Comer sobrasada. Que le acariciaran. Las películas. Los macarrones. Los frankfurt. Los calamares. Las ensaimadas. La sopa de arroz de los últimos tiempos. Esa sopa que me negué a probar, no sé por qué, y se quedó enfurruñado porque no quise probarla. Ir al cine. Las novelas policiacas. La playa. El sol. Siempre el sol, cómo odiaba el frío y la lluvia. Cómo detestaba la soledad. Nunca tenía bastante con las innumerables visitas que recibía. “Estoy solo, muy solo”, decía. Y yo: “Potau, ¡si recibes más visitas que Obama!”. Nunca suficientes. Nada era bastante.

Recuerdo otros tiempos: él y Carmen bailando. El Walden. Carmen preparándole un filete, él relamiéndose. Menorca. El coche alquilado que él aceleraba como un poseso, luego huyendo de la patrulla mientras todos gritábamos en el coche. Después, arrodillándose delante de un guardia civil, suplicando que no lo multaran. “Ha sido una cosa de nervios, señor agente”. Carmen, partiéndose de risa. Todos riendo porque era una escena de película italiana de Vittorio Gassman. Il sorpasso, una de sus favoritas. Verle mientras rodaba en la Barceloneta, detrás del combo, feliz, absolutamente feliz. La efervescencia de las fiestas. Los dilemas del corazón. Sus diatribas sobre el amour fou: “¡El amour fou está sobrevalorado!”. Los viajes. Viéndolo flipar en Tokio, donde no conseguí que probara el sushi ni por asomo. Los tres platos de patatas fritas que se comió en La Coupole. Te van a hacer daño, Potau. “Esto no puede hacer daño”. Se pasó la noche vomitando. Qué cabezota. Pero qué cabezota, ¿verdad, Carmen? Su cuerpo, tan vulnerable, tan ajeno. Columna vertebral. Dientes. Ojos. Estómago. Corazón. Por fin, los riñones. Tanta vida perdida en una cama de hospital. Inyecciones. Diálisis. Pruebas y más pruebas. Y aún mas pruebas. La inhumanidad de una muerte anunciada. Pero no quiero pensar hoy en eso. No quiero. Hoy daría lo que fuera por verlo una vez más comiendo una hamburguesa en el Flash Flash rodeado de todos los que le queremos, mirando la vida pasar, riendo y pidiendo otra Coca-Cola. Sin hielo ni limón, aquí, en este mismo vaso.