Populismo sin caretas
Los rescoldos del 'procés' amenazan con incendiar los otros nacionalismos de Europa
Carlos Carnicero Urabayen
Periodista.
Carlos Carnicero Urabayen
Va quedando al desnudo el alma populista del independentismo. No es nuevo que el 'procés' tenga esencias antieuropeas. "El sentimiento de la solidaridad de las naciones será más fuerte que los nacionalismos ya superados", vaticinó el padre Schuman en 1950. La novedad es que el destituido 'president' en el "exilio" y candidato de Junts per Catalunya se ha quitado su ¿última? careta. "Europa es un club de países decadentes". Puigdemont ha sugerido hacer un referéndum sobre la permanencia en la UE. Después ha rectificado. La careta se pone y se quita.
El 2016 fue el año en que todo se puso patas arriba. Los británicos decidieron marcharse de la UE. Trump ganó las elecciones. El 2017 prometía ser el fin del mundo, al menos el final de la UE. En el calendario estaban las elecciones francesas donde Marine Le Pen estaba llamada a dar la puntilla a Europa. Nadie imaginó entonces que la principal embestida populista se produciría al sur de los Pirineos. Los rescoldos del 'procés' amenazan con incendiar los otros nacionalismos de Europa. El fuego parece controlado. Por ahora.
La definición del populismo es elástica. Es una etiqueta de moda que se usa como un chicle; se estira y se lanza sobre el pelo de un contrincante para descalificar su mensaje cuando es demasiado popular. Pero en el caso del 'procés' encaja como anillo al dedo. El populismo "es una ideología delgada que considera a la sociedad separada entre dos campos antagónicos, el pueblo puro y virtuoso frente a una élite corrompida", sugiere el politólogo Cas Mudde.
En el Reino Unido han pasado décadas culpando a los eurócratas de Bruselas de todos sus males. En EEUU Trump armó su discurso sobre la impopularidad de las élites políticas de Washington. ¿La solución? Fronteras y muros. 'Brexit' para los británicos. Aislamiento para los norteamericanos. Ambos pueblos pueden por sí solos triunfar y librarse del lastre de sus vecinos, prometen los populistas. No es casual tampoco que tengan éxito tras la peor crisis económica desde los años 30. El populismo no soluciona los problemas, pero conecta formidablemente con los desencantados.
Un oasis de confort
El independentismo culpa de todos los males a Madrid y sus "élites posfranquistas". El resto de españoles tampoco ayudan, claro. "España nos roba", han repetido. Ahora en la batidora populista hay otro ingrediente: "la decadente Europa no nos protege". Males foráneos y soluciones nativas; el tic populista es también un oasis de confort: evita cualquier autocrítica.
La última careta que se ha quitado Puigdemont le sitúa en las formas y en el fondo de los Le Pen y Farage. Tampoco es casualidad que hayan sido estos líderes y sus semejantes los casi únicos defensores confesos del destituido Govern. Ojo. La crecida populista, dentro y fuera de Catalunya, no debe ocultar la raíz del problema: el desencanto de muchos. La sensación de no ser escuchados. El combate contra el populismo exige evidenciar las trampas de sus líderes, pero también abordar el malestar ciudadano. Hacer política.
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