La locura de los pueblos

Política, audacia y honestidad

A menudo, nuestros gobernantes no muestran coraje sino un populismo fácil, que es justo lo contrario

ANTONIO SITGES-SERRA

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«Que los gobernantes sean audaces y honestos, y es posible que la locura de sus pueblos desaparezca».

 

John Locke

Hallé esta cita entre las innumerables páginas de la biografía de Keynes escrita por Robert Skidelsky, quien a su vez la recupera de un libro de Lytton Strachey, que la recoge de un diálogo -acaso imaginario, acaso apócrifo- que probablemente apareció en un opúsculo de Voltaire. Ufff! Cuando tan breve aserto ha sobrevivido a tantos avatares es muy probablemente cierto. ¿Qué quiso decir exactamente mister Locke?

Cabe suponer que el ilustrado filósofo británico expresaba su decepción por la clase política de la época y proponía algunas ideas para que los futuros aspirantes al gobierno de lo público condujesen a sus pueblos por caminos más razonables. Expresaba asimismo su convicción de que las masas enfurecidas u obsesionadas por ideas peregrinas tenían derecho a ser lideradas por personas cuya cordura y virtud pudieran servir de ejemplo y paliar así obcecaciones y otros fanatismos.

No se aburran, por favor, y sigan leyendo. Este artículo no va (solo) de filosofía política; únicamente pretende hacerles ver que el pensamiento de Locke sigue vigente: solo hay que ver la plétora de lamentaciones que aparecen a diario en los medios, aireando la falta de audacia de nuestros políticos, su preocupante deshonestidad y, como consecuencia de ambas, la locura de los pueblos. A su vez, esta amenaza con contagiar a quienes deberían gobernar de forma sensata, llevándoles así por las sendas del populismo fácil.

¡Qué lejos estamos de los deseos de Locke! ¿Políticos audaces? Miren los del centro peninsular: optan por la resistencia en las barricadas de la mentira que en su día les construyeron sus votantes, a la espera de que amaine el temporal para volver luego a las andadas. Los más cercanos geográficamente hablando han desenterrado las hachas nacionalistas: buenos instrumentos con los que excitar las emociones básicas, cuasi instintivas. ¿Es eso audacia? Más bien parece un recurso fácil a recetas trasnochadas con las que improvisar la salida de un mal paso económico y ético. Izar banderas y pleitear con los vecinos siempre acaba dando algún resultado a corto plazo como medicina contra el desánimo. La lucha por la parcela de la propia identidad -cuando no de una etnia superdotada- permite pensar sin esfuerzo o, simplemente, no pensar. Es un juguete de funcionamiento simple con el que se entretienen los pueblos, aunque con él puedan hacerse mucho daño. Basta hojear los anales del siglo que hemos dejado atrás. Falta audacia para una nueva ley de partidos o para una nueva ley electoral o para avanzar en la separación de poderes o para reformar el Estado autonómico, y para tantas otras cosas…

¿Políticos honestos? Vaya, este será el párrafo más corto, porque no voy a regar sobre mojado. Ya Locke previó que la filosofía política que conducía desde Maquiavelo al absolutismo borbónico y a los nacionalismos cerriles llevaba en sí el germen de la violencia. ¡Cuánta razón le ha dado el tiempo! No me extraña que semejante gigante intelectual contribuyera de forma decisiva a que la política sajona diera y siga dando lecciones de buena democracia.

Que la locura de los pueblos desaparezca es cuestión áspera. Los que hemos tenido formación religiosa y guardamos buen recuerdo de algunas enseñanzas elementales sabemos que el mismo pueblo que te aclama el domingo te crucifica al viernes siguiente. Por tanto, asumimos que los pueblos o bien enloquecen o bien poseen comportamientos volátiles y zigzagueantes a tenor de lo que consideren sus intereses más cercanos y urgentes. Que de ello sean culpables ellos mismos -sea lo que sea lo que entendamos por los pueblos- o que pierdan el juicio por la incompetencia de sus líderes es cuestión difícil de resolver, aunque a fin de cuentas tanto da. Lo cierto es que las aclamaciones unívocas a líderes mesiánicos y el incendio provocado de sentimientos primarios nos deberían, a estas alturas, sonar mal, muy mal, a todos. En medio de tanta locura compartida por gobernantes y gobernados, hay quienes aún tenemos esperanza en una racionalidad ilustrada que nos lleve a arriar las insignias de combate y mirar sobre un horizonte sin fronteras.

Desde esta humilde página hago un llamamiento a todos los ciudadanos para que reconsideren seriamente el consejo de Locke: un Gobierno audaz y honesto es el que mejor puede ordenar la cosa pública y es la mejor garantía de justicia y prosperidad. Tenemos dos años hasta las próximas elecciones legislativas y los debemos aprovechar sin dilación para darnos una segunda transición con el máximo consenso y el mínimo enfrentamiento.