Las preexistencias ambientales

Planeamiento y ecología

Los planes urbanísticos deberían garantizar los servicios ecosistémicos incluso en zonas muy antropizadas

RAMON FOLCH

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El Área Metropolitana de Barcelona ha comenzado la redacción de su Plan Director Urbanístico, previa a la renovación del Plan General Metropolitano. En el DHUB de la plaza de las Glòries de Barcelona hay una exposición que lo explica. En el proceso de preparación he presentado unas reflexiones socioambientales que me gustaría compartir con todos ustedes.

Solo un 10% del suelo africano está escriturado a nombre de propietarios concretos. El resto, 27 millones de kilómetros cuadrados, por defecto pertenece a los estados poscoloniales. En la Catalunya carolingia la situación no era muy distinta. Los condes otorgaban la titularidad del suelo a quien se comprometía a ponerlo en valor roturándolo o explotando bosques y pastos. En Asia, América u Oceanía se dan todo tipo de situaciones intermedias entre la africana y la europea. En Catalunya hace siglos que cada palmo cuadrado es de alguien. Es una situación insólita en la historia de la humanidad, pero cotidiana ahora y aquí, de ahí que la consideremos normal. No es normal. Simplemente, es habitual entre nosotros hoy, que es diferente.

Esta atribución del suelo a uno u otro propietario, que puede transmitir la titularidad a terceros mediante compraventa, ha hecho del suelo un bien económico cotizado en el mercado y, por tanto, sometido a las leyes de la oferta y la demanda. El suelo es de alguien y vale lo que otro alguien esté dispuesto a pagar. Era así y solo así hasta que llegó el urbanismo y empezó a establecer usos y potencialidades en función de criterios de interés público y de utilización racional del espacio. El urbanismo supone un modo culto y reciente de mirar el territorio y de ordenar los usos del suelo. Sin embargo, ¿qué peso otorga a las funciones sistémicas de carácter ambiental? No mucho, me temo.

Las funciones sistémicas de la naturaleza son obvias en los lugares nada o muy poco antropizados. Allí solo se ve naturaleza, o casi. Por el contrario, en los lugares fuertemente antropizados, como es el caso de Catalunya, estas funciones sistémicas de la matriz biofísica (clima, sustrato, biota) se encuentran encriptadas. Tanto, que llegamos a ignorarlas. No hay más que ver la desafortunada denominación «suelo no urbanizable». Desafortunada apelativamente (nada puede definirse por lo que no es) y aún más desafortunada funcionalmente (presupone una función residual o marginal de lo que, en realidad, es estructural). El nuevo horizonte del urbanismo contemporáneo seguramente debe consistir en reconocer y encauzar estas funciones capitales de la matriz biofísica para permitir la construcción de una matriz ambiental que sustente un territorio funcionalmente viable y antrópicamente gratificante. Ya no somos un condado carolingio, pero nos quedan flecos mentales que deberíamos eliminar.

Urbanizar significa extender urbanidad, no solamente expandir urbe. Gracias a la urbanidad culta sabemos cómo funcionan los sistemas. El urbanismo, pues, debería recurrir a este conocimiento cuando se trata de ordenar el espacio. Ya lo hace en algunos aspectos, pero no lo bastante en otros. Yerra, por ejemplo, cuando cree que el sistema resulta de la proactividad del planificador. No resulta de ella, porque el sistema preexiste. La matriz biofísica es el gran sistema previo. Los artefactos antrópicos son subsistemas que se superponen a la matriz. Nos convienen, desde luego, y justamente por eso deben ser compatibles con esa matriz en la que se inscriben. De lo contrario, todo se tambalea. Por arrogancia o por desconocimiento, solemos pensar que todo comienza con nuestra intervención.

Apenas ahora se empieza a hablar de servicios ecosistémicos. Pero llevan milenios existiendo, toda nuestra actividad económica se sustenta en ellos. De hecho, el planeamiento debería empezar identificándolos y, entonces, superponerles el artefacto urbanístico. Hemos calificado de no urbanizables los espacios de inundación de un río, por ejemplo, como resignada medida cautelar para evitar desgracias -lo que no es poco-, en vez de reconocer y admitir con naturalidad el espacio fluvial y planificarlo en complicidad con el río. El tramo final del Besòs sería una feliz excepción: se gestiona la inundación y al propio tiempo se dota a la población ribereña de un parque entre avenidas. El urbanismo debería mirarlo todo con esta óptica, pienso.

El planeamiento debería garantizar los servicios sistémicos, tal como se orienta a favorecer la buena disposición espacial y funcional de las áreas edificadas. Sin funcionalidad sistémica y sin conectividad, no hay sistema ecológico; sin sistema ecológico, no hay servicio ambiental; sin servicio ambiental, no hay habitabilidad antrópica ni producción económica; y sin producción y habitabilidad, ¿qué sentido tiene el urbanismo?