Perder la costumbre

RISTO MEJIDE

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De eso han ido estas vacaciones. De perder una costumbre. Y de ganar otra. Un intercambio de vidas tan asimétricas como complementarias. Un canje de rutinas entre lo personal y lo profesional. Salirse de uno mismo para volverse a meter después, con todo el drama que supone darse cuenta de que ya no se cabe igual de bien, turrones y comilonas mediante. Pero da igual, aprovechas y te ves desde fuera, y vas alejándote del mundanal ruido cotidiano para así volver a afinar el único instrumento que jamás deberías haber dejado de interpretar: tú.

Vuelves a tu yo de antes y lo primero que te preguntas es por dónde ibas. Cuando no acabas preguntándote hacia dónde vas. No es extraño que se disparen los divorcios. Y los cambios drásticos en la carrera laboral.

Perder la costumbre. Porque hay que perderla de tanto en tanto. Es necesario. Es higiénico. Es sano. Dejar de hacer todo aquello a lo que estábamos acostumbrados y permitir que la falta de costumbre nos vuelva a pillar por sorpresa. Y es que cuando nos acostumbramos, dejamos de pensar las cosas. Las automatizamos y dejamos de cuestionárnoslas. Las hacemos porque siempre las hicimos de ese modo. Embrague, cambio, gas. Así, cuando nos falta la costumbre, nos vuelve a funcionar el coco. Tomamos distancia y todo se piensa mucho más claro. O digamos que se piensa de verdad.

Perder la costumbre. Abandonar todo aquello que ya no se cuestiona. Y por lo tanto, dado el suficiente tiempo, todo aquello que acaba volviéndose muy peligroso. No se cuestiona porque sí. No se cuestiona porque no. Es así de aleatorio. Así de mentira. Así de falaz. Las leyes, los pactos, la constitución, la monarquía, las fiestas, los festejos y hasta la indumentaria de los Reyes Magos. Todo está bien revisarlo, para dejar bien claro qué mantenemos y qué nos cargamos, para dejar constancia de que salimos a la calle libres de caspa, convenientemente actualizados, y habiéndonos descargado la última versión de nosotros mismos.

En la pareja, a la falta de costumbre se le llama echarse de menos. De pronto, la otra persona se va. Y la vida te da otra oportunidad para recordar lo bonita que era su ausencia. Cuando recién os acababais de conocer. Cuando aún no os podíais ver con ganas, que era siempre. Cuando aún os teníais tanto que contar. Bendita ausencia, la parte de cualquier persona que sólo se hace visible cuando ya no está. Una ausencia llena de matices, de sentimientos que crecen y vuelven a rellenar de oxígeno la que se queda. Porque las horas de ausencia de alguien querido van amontonándose en forma de ganas de verse. Ganas que, te lleves como te lleves, nunca está de más acumular. Y justo cuando te estabas acostumbrando a estar solo, lo maravilloso que es reencontrarse y requererse, eso es imposible de superar.

Creo que he perdido la costumbre de escribir cada semana. Y de pronto me siento aún más torpe de lo habitual. Pero lejos de sufrirla, estoy disfrutando de esta torpeza. Me hace volver a cuestionármelo todo. Por cierto, al techo no le iría nada mal una mano de pintura. Para empezar, qué tengo nuevo que contar, para qué sirve escribir si no es para desenmascarar algún tipo de verdad. Y la verdad es que noto que he perdido esa costumbre. No pasa nada, ya volverá. O quizás sea otra nueva, es posible, por qué no. Como cuando se nos escapó la gata callejera que teníamos adoptada en Roda de Bará. Volvió tal como se había ido al cabo de pocas semanas. Y todos supimos desde el principio que no era ella. Era otra muy parecida. Porque tenía alguna mancha de más. Y sin decirnos nada, a todos sin excepción nos dio más o menos igual. Volvió enseguida a ser de la familia. Volvimos a quererla como a la que más. Porque si algo se le da bien a cualquier familia, es disimular.

Perder la costumbre. Necesario para que algo te importe de veras. Para volver a valorar las cosas. Para sentir que todo vuelve a empezar. Es nuestra casilla de salida en el Monopoly. Nuestro borrón y cuenta nueva en la sociedad. Nuestra goma de borrar existencial.

Parafraseando al filósofo Ricky Martin. Para que haya un pasito palante, María. Tiene que haber un pasito patrás.