Pequeño observatorio

El pequeño placer de la mecedora

JOSEP MARIA ESPINÀS

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No sé si los jóvenes han visto alguna vez una  mecedora. Quizá incluso habrá que explicar que una mecedora es una curiosa silla que no tiene patas, sino unos listones arqueados que permiten que se balancee la persona que está sentada.

Yo aún he visto bastantes mecedoras en el interior de las casas, especialmente en los pueblos. Cuando llegaba el buen tiempo, y más todavía cuando hacía calor, las abuelas sacaban la mecedora a la puerta de la casa, si había sombra, se sentaban y con un pequeño esfuerzo ponían en marcha la mecedora, que, como indica la palabra, se mecía discretamente y proporcionaba un poco de aire.

La mecedora es uno de esos objetos que me hacen pensar. ¿Quién la inventó? ¿A quién se le ocurrió sustituir las patas de una silla, evidentemente rígidas, por unas maderas curvadas que permitían sentarse y moverse al mismo tiempo? He visto marineros que, sentados en una mecedora, fumaban una pipa y moviéndose ligeramente adelante y atrás miraban mar adentro, y quizá entre el humo de la pipa les aparecía la imagen ya tan lejana del tiempo en el que salían a pescar. Quién sabe si, en la vejez, ese balanceo les recordaba las olas del mar.

No era necesario haber sido marinero para balancearse y para soñar. Aún he llegado a tiempo de ver cómo, en los porches de alguna casa, unos señores veraneantes se instalaban en el jardín y, sentados en una mecedora, leían plácidamente el periódico o miraban pasar a la gente.

Me es fácil asociar la imagen de la mecedora con un tiempo en el que no había tanta prisa como ahora y el ligero balanceo de la singular silla era la confirmación del tiempo de ocio, de la calma, del privilegio de lograr, con un esfuerzo mínimo, el placer que proporcionaba la sensación de estar viviendo. Nada que ver con las modernas tumbonas, este tipo de colchones donde se busca el placer absolutamente contrario al de la mecedora: el de la inmovilidad.