De la anécdota a la categoría

Palabra de poder o palabra de mujer

El último incidente de Esperanza Aguirre refleja que la política precisa un modo de hacer femenino

REYES MATE

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La lideresa madrileña Esperanza Aguirre se pregunta por qué su huida tras, por un lado, atropellar la moto del policía municipal que estaba multándola por aparcar en lugar indebido, y por otro, ponerse por montera el protocolo habitual en estos casos ha concitado más atención que, por ejemplo, la corrupción política, asunto que, por supuesto, nada tiene que ver con ella.

Es una buena pregunta, porque un mal aparcamiento no debería dar para tanto. Cuando una anécdota como esta se convierte en categoría es porque las circunstancias la cargan de una significación simbólica que trasciende el hecho concreto. En el caso de la ciudadana Aguirre, lo circunstancial es que ha sido una mujer política tan identificada con el ejercicio del poder que resultaba difícil imaginar situaciones en las que ella estuviera sometida a norma alguna. Choca que alguien así acuse a la policía de machista y que invoque la fragilidad de una anciana sexagenaria para desacreditar la correcta actuación de los agentes del orden, porque ella representa bien el machismo del poder y la frialdad de la política.

a la vista del poco aprecio de los ciudadanos por la clase política, uno espera que irrumpa en la escena pública el modo femenino de hacer política. Intuimos que la política, hecha con el lenguaje de las mujeres, es otra cosa porque su relación con el poder dista mucho de ser como la del hombre.

Y así es. Virginia Woolf explicó magistralmente hace casi un siglo en Un cuarto propio la diferencia esencial entre el lenguaje masculino y el femenino. El primero es patriarcal, es decir, está vinculado al poder, y de ahí que cualquier juicio que haga o cualquier decisión que tome no pueda perder de vista el objetivo de reforzar su posición jerárquica. Eso es fatal para el escritor, porque cuando pinta un paisaje lo nubla con su yo. Ocurre entonces que el paisaje o los personajes que describe quedan debilitados o de-sangrados por el colorido de las pasiones del propio escritor. Su pluma no se desliza fielmente por la realidad sino que «pincha el papel como si estuviera matando algún insecto».

En el caso del político la cosa es mucho más grave, porque lo incapacita para ver las cosas como son. Todo lo que hace crece a la sombra de un ego que, como el padre de Kafka, cubre el mapamundi. Jerarquiza los problemas de los que debe ocuparse no en función de su importancia objetiva sino de sus propias cuitas, y por eso en política se da más importancia a la guerra que a la tienda de comestibles, al heroísmo que a la buena vecindad, a poseer que a compartir. Lo que, según Virginia Woolf, distinguiría la sensibilidad masculina de la femenina -y esto tanto en las letras como en las armas- es que si una mujer ve un negro despampanante no siente el deseo de incorporarlo al imperio británico, como sí haría un hombre con una graciosa mulata. Pasión por el poder en un caso; sentido de la realidad en otro.

Ahora bien, el caso de la política madrileña prueba que puede haber comportamientos masculinos en las mujeres y, al revés, sensibilidad femenina en los varones. La escritura de Shakespeare es un buen ejemplo de una escritura cristalina que refleja la realidad sin que interfiera o distraiga la biografía del dramaturgo inglés. Por eso, si queremos sanear el modo dominante de hacer política y superar su desprestigio habría que despedir todos esos discursos que solo tienen ojos para las macrocifras y no para las minúsculas tragedias; que se agotan mareando problemas inventados por unos pocos, como los relativos a las identidades colectivas, en vez de aplicarse a los asuntos reales de los individuos concretos; que son tan sensibles a la conquista y mantenimiento del poder y tan fríos con el coste humano y social que eso comporta.

Ese cambio no se consigue con un relevo generacional ni con un vago llamamiento al rearme moral, sino convocando la parte femenina de la mente humana y desplazando temporalmente su talante viril, del que hay cumplida presencia. La mente de un líder político, como la de un escritor con pretensiones, es andrógina, y hora es de activar la parte más creativa que el poder patriarcal ha tenido secuestrada.

Si la gesta de Esperanza Aguirre ha concitado tantas críticas es porque ha puesto de manifiesto lo más repulsivo de la política: la exhibición de poder. Eso, de haber sido hecho por un hombre, no habría interesado tanto, pero al protagonizarlo una mujer ha desencadenado la frustración de una sociedad que espera, sin que llegue, el modo femenino de hacer política. Una sociedad tan castigada como la nuestra merece que quienes gestionan sus intereses no la mareen con falsos problemas. Pericles decía que «la gloria principal de la mujer es que no se hable de ella». Lo decía con mala intención, pero es un piropo logrado si lo que de ello resulta es que se hable de la realidad.