La palabra 'follar' en el título

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LUCÍA ETXEBARRIA

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El artículo de la semana pasada fue el más leído entre todos mis artículos y el más leído, en internet, de EL PERIÓDICO ese día. ¿Por qué? Al parecer porque llevaba la palabra 'follar' en el título. Paradójico porque el artículo hablaba precisamente de cómo en esta sociedad todo se vende con sexo. Nos hacen creer que el sexo es indispensable para una vida sana y que además no podremos acceder a él si no somos delgados, estilosos, glamurosos. Así que nos gastamos una pasta en intentar serlo. Cirugía, cremas, depilación, cosmética, gimnasios, ropa…

Cuando me enteré de cómo arrasó el tal artículo sufrí lo que se ha dado en llamar una «depresión por éxito». En cristiano: la sensación de ansiedad que te invade, cuando has alcanzado un logro y tienes miedo de no mantenerte a la altura. Y entonces pensé en Selena Gómez.

Selena ejemplifica como ninguna todo el entramado de esa sociedad de consumo: 115 millones de seguidores en Instagram. Una cuenta en la que anuncia subliminalmente marcas como Pantene, Kmart, Spadafora, Vuitton Coca Cola. Todo negociado vía agente. Es decir, medio millón de dólares por salir en una foto con un bolso y colgarla en Facebook, Twitter e Instagram.

Selena por supuesto aparece en cada foto impecablemente maquillada y peinada, siempre glamurosa y vestida de marca.

Pero, según relata, vivía pendiente de su cuenta. El hecho de tener que presentarse perfecta en todo momento le creaba una ansiedad angustiosa: «En cuanto llegué a ser la persona más seguida de Instagram se convirtió en algo que me consumía. Era lo primero que hacía al levantarme y lo último que hacía antes de acostarme: chequear la cuenta, Además, yo ya era una persona insegura pero me hice mucho más insegura, porque siempre había haters dispuestos a comentar mis defectos físicos o a insultarme». Acabó ingresada en una clínica. Diagnóstico: ansiedad, depresión y adicción a la tecnología Y durante tres meses no le permitieron tocar siquiera un móvil. Por cierto, no sé qué defecto físico podían señalarle. No tiene ninguno.

En Instagram nadie cuelga fotos con papada y ojeras. Ni de su cocina hecha un burdel un miércoles por la mañana. Ofreces tu mejor versión, pero no la más real. Y compites con gente que a su vez miente sobre sí misma. El estrés derivado de semejante hipercompetencia es obvio. Las fotos maravillosas de algunos conocidos nos provocan envidia y sentimiento de inferioridad. En lo que no reparamos es en el altísimo riesgo de olvidarse de quién es uno de verdad, de perder la propia identidad.

En el día a día la envidia la alimentan el éxito, el talento y las posesiones de los demás. En redes la envidia la fomenta una ilusión, algo que no existe en realidad, algo que el otro te hace creer.

No me voy a referir a la infinidad de estudios de diversas universidades que confirman que la exposición a redes sociales deprime. La avalancha de evidencia es arrasadora, así como la proliferación de profesionales y de clínicas similares a la que acogió a Selena, que ofrecen terapias para desintoxicación de tecnología y redes sociales.

Todos soñamos con ser como Selena. Guapos, famosos, delgados, amados, ricos. No es tanto un deseo real como inducido: es lo que nos han enseñado a desear. Mi madre, por ejemplo, no lo deseaba. A ella le enseñaron que el nombre de una mujer decente solo debía aparecer en los periódicos en dos ocasiones: el día de su boda y el de su funeral. Que debía ser lo más discreta posible, y no excesivamente delgada. Por eso, cuando se casó el traje de boda llevaba relleno en el pecho y en las caderas, aunque a día de hoy probablemente dirían que tenía sobrepeso.

Pero resulta que la más de las más, la más de todo (la más guapa, la más delgada, la más glamurosa, la mejor pagada y la más seguida) no pudo con ello. Con toda seguridad la camarera del bar de debajo de mi casa, que está soltera, que es gordita, que lleva ropa de mercadillo, que no cobra ni 1.000 euros al mes, y que no tiene cuenta de Instagram es mucho más feliz que Selena.

Porque la felicidad no está en cómo luces, ni en lo que posees, sino en cómo te sientes. Y eso debería ser una verdad de Perogrullo. Pero cuando no sabemos ni siquiera lo que queremos, olvidamos lo que en el fondo sabemos.