El país de los corruptos

MARÇAL SINTES

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Dentro de la extravagante manera -por lo visceral-que tienen algunos de intentar quitar de la cabeza a los catalanes la consulta y/o la independencia nos vamos encontrando a cada paso con la amenaza (Catalunya no solo se convertiría en un estado paria, sino que vagaría por el insondable espacio sideral) o el insulto («nazis» quizás es el peor de ellos, por la frivolidad y pocas entendederas que demuestra). Tal curiosa forma de seducción se despliega en un abanico de líneas argumentales.

Una de ellas pasa por difundir un relato que toma como fertilizante el ancestral anticatalanismo presente en una cierta cultura española. Se trata de perfilar al catalán como un ser prácticamente sin principios, y por ello fácil de comprar, egoísta, como alguien exclusivamente interesado por el intercambio abusivamente provechoso. Por supuesto, como decíamos, la cosa no es nueva. Como tampoco lo es, aunque diría que su origen resulta mucho más próximo, el complemento y corolario de la anterior parte de la infamia. Consiste en retratar a Catalunya como un país-mafia, como un paraje que tiene como rasgo definitorio la corrupción sistémica.

Tal narrativa se alimenta con gusto de las aportaciones que graciosamente brindan algunos desde Catalunya, en no pocas ocasiones movidos por el rencor. La simbiosis entre unos y otros no nace con la confesión de Jordi Pujol -figura de intensa irradiación simbólica-, desde luego, pero esta les regala mucha madera. Les está ayudando generosamente.

El llamado con desprecio oasis catalán se intenta convertir ahora en una «charca ponzoñosa y asquerosa», expresión usada por alguien hace ya lo que parece una eternidad. Desde la confesión de Pujol no han dejado de sucederse los personajes que salen a la escena pública para resucitar el caso Banca Catalana, el 3% maragalliano o para contar que en la sucia charca se bañaban todos y él o ella ya lo sabía.

Que sea evidente y demostrable que en Catalunya no hay más corrupción política que en el resto del Estado da igual. Lo que importa es transmitir y fijar, revestida de alarma e indignación sobreactuadas, una determinada imagen. Pero eso no es lo peor. Mucho más grave es que no se ponga cuidado alguno en distinguir entre los corruptos y el resto de ciudadanos honrados, la inmensa mayoría, sino que más bien se haga lo contrario.

Otra vez aquí, el caso Pujol ha supuesto una bendición para los que extienden subrepticiamente la sospecha sobre el conjunto de los catalanes. Ha ayudado, está ayudando, a meternos a todos en el mismo saco, a cebar la perversa idea de sociedad podrida, abusando intencionadamente de una generalización, de una sinécdoque que bordea, y algo más que eso, la xenofobia.