¿Es oscurantista el lenguaje jurídico?

Jordi Nieva Fenoll

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Se dice con cierta frecuencia que los profesionales del derecho hablamos para que no se nos entienda. Esa afirmación es falsa, a pesar de que tiene algo muy pequeño de cierto, pero no expresado de esa manera. Los juristas utilizamos un lenguaje técnico propio de la materia que estudiamos, la terminología jurídica, igual que el resto de ciencias utilizan el suyo. Basta pensar en la medicina para darse cuenta de que las palabras “algia” o “gastroenteritis” no forman parte del lenguaje cotidiano.

Se requiere de esa terminología porque en cualquier ciencia existen conceptos que necesitan ser expresados con precisión, y para ello no hay otro remedio que salir del lenguaje cotidiano, que es necesariamente más ambiguo al no tener vocación científica. Así se van creando los diversos términos que son de uso común entre los profesionales de cualquier materia. Naturalmente, el derecho no es una excepción.

También se nos critica, con más frecuencia, el uso del latín. Vaya por delante que, se diga lo que se diga, ni es un uso abusivo ni deja de tener sentido, habitualmente, cuando se emplea. En su mayoría se trata de palabras o frases extraídas de textos medievales, que han perpetuado su uso en el lenguaje jurídico porque describen con gran precisión un concepto cuya definición fundamental no ha cambiado desde entonces. El uso del vocablo latino nos permite expresar con gran simplicidad una idea que sería más compleja –y ambigua– si fuera referida en nuestro idioma actual. Algo parecido, aunque con vocación mucho más generalista, existe con los nombres científicos en biología: todos en latín.

Pero no se trata solamente del latín. También se hacen frecuentes préstamos del inglés, francés, italiano o alemán para referirnos a algo que tiene sentido dentro de nuestra ciencia. Igual que para un informático es útil hacer un uso frecuentísimo del inglés. Nada tiene ello de malo. Por mucho que desde hace años pretendan algunas academias de la lengua una quizás imposible “pureza” del idioma, habría que ser consciente de que nuestra lengua existe precisamente por no haber mantenido la pureza del latín, llenándolo de grecismos, germanismos, arabismos, galicismos, más últimamente anglicismos y asimismo vocablos de otros lenguas, como quiosco o yogur. También las lenguas citadas tienen préstamos de nuestro idioma, más de los que pensamos. El idioma es una entidad viva, y es bueno que se vaya enriqueciendo con palabras nuevas o sinónimos de las ya existentes, evolucionando de ese modo.

Cuestión del todo diferente es que todos losprofesionales hemos que tener el empeño de explicar nuestra materia de forma comprensible cuando nos dirigimos a la ciudadanía. En ello debemos hacer todos un esfuerzo, los médicos especialmente pero también los juristas. Pero el esfuerzo consiste en explicarlo, no en renunciar a nuestra terminología en nuestro trabajo, porque ello no es necesario.

Es más, justamente en materia jurídica habría que hacer un esfuerzo porque en una de las muchas vueltas que se le dan al sistema educativo, algún día alguien se acuerde no solamente de la historia, la lengua, las matemáticas o la química –o la religión–, sino también del derecho. Es incomprensible que, a día de hoy, la ciudadanía reciba un año tras otro formación en matemáticas, física, literatura o biología, y no la reciba más que puntualmente en aquello que realmente más le atañe como ciudadano: sus derechos fundamentales, y el derecho en general. Es sorprendente la tremenda ignorancia en esta materia de los habitantes de un país en general, que quizás es cómoda para algunos. Pero resulta inaceptable esa ignorancia generalizada de algo que se tardó siglos en descubrir y conquistar, exactamente igual que no pocos conocimientos de las ciencias naturales.

Sin embargo, algo que sí que hay que cambiar con urgencia son los formulismos jurídicos de los escritos judiciales y de no pocos documentos jurídicos en general, de los que ya se quejaba KAFKA en El proceso. Es absurdo que los abogados “supliquen” en sus escritos, o los concluyan diciendo “es justicia que pido”, o los encabecen escribiendo “como mejor proceda en derecho”, porque ningún ciudadano tiene que “suplicar” nada a la autoridad, ni debe gritar “¡Justicia!” para que le hagan caso, ni hace una petición de la manera que peor proceda en derecho. Tampoco se utiliza ya en el lenguaje cotidiano la palabra “otrosí” con que inician los juristas sus peticiones complementarias.

Esos son los formulismos que hay que eliminar, igual que el uso abusivo de expresiones en desuso como “a la sazón” –en aquel momento–, “empero” –sin embargo– o item –del mismo modo–, porque todas ellas pretenden otorgar una falsa erudición a un escrito probablemente pobre, y además sí que confunden, no solamente a la ciudadanía, sino a no pocos juristas también. Pero no renunciemos ni a la terminología técnica ni al latín, porque forma parte de esa terminología.

No olvidemos que sigue siendo un dialecto del latín lo que hablamos ahora. Hasta utilizamos cotidianamente expresiones directamente en latín como a prioria posteriori o de motu proprio sin que hayamos visto la necesidad de traducirlas. Igual que en español se habla de “software” o nos referimos a una “app” sin que tiemble ningún cimiento del idioma. También un día optamos por decir “fútbol”, y no “balompié”.