A orillas del mar, morí (2)

Segundo propósito de Carlos Zanón: no volver a pisar la playa. El autor no quiere abusar de las referencias a sus traumas infantiles. Pero ir solo una vez al año a Castelldefels y de madrugada no ayuda a crear hábito.

por CARLOS ZANÓN

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Hace unos años se hizo un experimento sociológico que considero interesante. Fijé mi atención en él porque, una vez más, la inocencia de unos ojos nos señalaban que el emperador estaba desnudo. El experimento consistió en trasladar a miembros de una tribu africana que apenas había tenido contacto exterior a convivir en nuestras sociedades durante unas semanas. En el estudio posterior a esa experiencia se extraían muchas conclusiones. Una de ellas formulaba qué les había resultado más chocante de nuestras costumbres. Fueron muchas, casi todas, como no podía ser de otro modo. Pero las que nunca fallaban en su extrañeza eran la de sacar a pasear a nuestras mascotas y la de ir a tomar el sol en verano a la playa. ¿Qué sentido tenía poseer un animal para esclavizarlo y, a su vez, esclavizarte? ¿Por qué, pudiendo estar a refugio del sol, uno iba a su encuentro, desprotegido, embadurnado de aceites y reflectantes? Habrá adivinado -mi lector, mi hermano- que entre mis propósitos para el próximo mes de septiembre es el no volver a pisar playa alguna durante los meses de calor. Dentro de unos años, en el Museo de la Tortura de la Humanidad al lado de la lapidación y la Dama de Hierro estará ir a la playa de L'Escala en el mes de julio. Admito apuestas.

Soy consciente que hay personas que viven esa experiencia con agrado y placer. También hay gente que se excita cuando les cuelgan del cabello desde una viga en el techo o escuchando música country. Pero eso no significa que no convengamos que se trata de experiencias muy particulares, fronterizas, en el límite de la autodestrucción. Acudir a unas extensiones llenas de gentío, con superficies tales como piedra, arena, arenisca, légamo, llena de fieras dañinas como erizos, medusas o turistas de Hannover a temperaturas superiores a 40 grados ¿puede considerarse placer? Y yendo un poco más allá ¿por qué el Estado es tan severo con la automutilación, la eutanasia o las fiestas con toros cuando no son bous y tan permisiva con autolesionarnos al sol? ¿Que el cáncer de piel, los paseos de jubilados a la orilla del mar, pelotas verdes o rojas lanzadas a gran velocidad, ubres, nalgas y castillos con sótanos de tres plantas signifiquen armonía, paisaje paradisíaco, hermoso y deseable no es de un cinismo sin parangón? Por no hablar de ese delirante ir pronto o tarde para volver antes o después, llegar para no quedarse, enviar a los supervivientes de la Quinta del Biberón para que colonicen, a golpe de toalla y ensarte de sombrilla, trozos de playa, transportar Ipod, libros, revistas, gafas de sol, tabaco, cenicero para nada porque todo es incómodo, absurdo, doloroso.

A quien me conoce personalmente, es obvio que con mi piel pálida, mi sexualidad taimada si está vestida y mi piel arrasada por pecas rojas y almendradas y lunares pixelados a lo largo de espalda y torso, la playa en verano no puede ser sino una tortura. De acuerdo. Pero no estoy personalizando. De hecho, estoy tratando de racionalizar la barbarie como otros intelectuales hicieron, en su época, con la quema de brujas o la higiene médica en los partos. No quiero tampoco volver a mencionar la infancia porque no me gustaría que se lleven la sensación de que uso esta sección para ahorrarme el psicoanalista. Pero lo mencionaré de pasada.

Mi familia vivía en una torre robada a la montaña del Guinardó. Era una construcción artesanal, sin apenas cimientos, pero un trozo de Caserón Usher. Lo de no tener cimientos es importante porque todas las casas se apoyan unas a otras, con lo que el día que al ayuntamiento le dé por tirar un bloque de pisos en Verge de Montserrat las siguientes 300 casas se vendrán abajo como castillo de naipes y nadie entenderá nada.

Vuelvo al tema. La lógica de mi padre era pura Esparta. Al vivir en una torre con terraza no era necesario irse de vacaciones. Si queríamos mojarnos, manguera. Si queríamos bañarnos, piscina del Gerplex. Si hacía calor, abre la ventana. Si entraba resol, ciérrala, joder. Etc. En ocasiones, la dulzura de mi madre ablandaba el corazón pétreo de Leónidas. Así, un día íbamos a El Corte Inglés y un domingo, a la playa.

Mi padre odiaba hacer colas por nada. La palabra embotellamiento le producía tanto rechazo como la palabra cáncer o Leeds United. Así que el día de playa salíamos de casa a eso de las 6.17 de la mañana. A las 7.01 llegábamos en medio de la bruma a la arena de Castelldefels. En alguna ocasión mi hermana y yo hasta habíamos ayudado a algún cangrejo ermitaño a esconderse. Desayunábamos bocatas a la orilla y dos horas y media después podíamos bañarnos habiendo dejado atrás el fallecimiento seguro por corte de digestión. Nos revolcábamos como croquetas unos 10 minutos, nos secábamos y a las 10.43 estábamos yendo hacia el coche aparcado bajo un árbol que alguien, arteramente, había cambiado de lugar en esas tres horas. Enfilábamos carretera de regreso, sorteando turno para ducharnos al llegar a casa. No teníamos ningún problema con la circulación, fluida y continua. En el carril contrario, los coches iban a mucha menos velocidad que nosotros o se detenían una y otra vez. La satisfacción de mi padre, entonces, no tenía límite. Riéndose a carcajadas, se burlaba de aquellos automovilistas entre aspavientos y gestos obscenos:

-¿A dónde vais? ¿A quién se le ocurre ir a estas horas a la playa?

Mi madre, mientras tanto, apuraba su cigarrillo y miraba melancólicamente por la ventana.

Y MAÑANA 3. God save the Queen