Orgullosos de ofender

El arte de la sátira es un arte que no lo parece, porque toca los cojones

JORDI PUNTÍ

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El asesinato de 12 personas en la revista Charlie Hebdo, en París, ha ido seguido estos días por miles de viñetas y mensajes de defensa de la libertad de expresión. La gran mayoría surgían de un dolor y preocupación sinceros, pero en algún caso la adhesión estaba más dictada por la diplomacia. También había quien condenaba los crímenes, pero a la vez los justificaba diciendo que ellos se lo habían buscado, ya que Charlie Hebdo no paraba de provocar a los islamistas con sus parodias y chistes. De todas las reacciones, esta es la única que me parece errónea, porque de hecho es una capitulación ante los asesinos y pone en el mismo nivel la ofensa de un dibujo, una opinión, y el asesinato de quien ha ofendido.

Stéphane Charbonnier, el director de la revista y uno de los dibujantes muertos, había dicho en más de una ocasión que estaba «orgulloso de ofender». Su compromiso artístico, hasta las últimas consecuencias, resuena también en el mensaje que Salman Rushdie escribió en Twitter, diciendo que estaba al lado de Charlie Hebdo «para defender el arte de la sátira, que siempre ha sido una fuerza para la libertad y contra la tiranía, la deshonestidad y la estupidez». El arte de la sátira es un arte que no lo parece, porque toca los cojones y es incómodo y está destinado a crearse enemigos. La sátira no tiene límites, se los ponemos nosotros. Son nuestra libertad, nuestras convicciones y sobre todo nuestros fantasmas. Lo que hace reír en un lugar, y en otro no, a menudo es una cuestión cultural, pero la capacidad de reírse de uno mismo es algo que da la auténtica medida humana.

Yo veo a los humoristas de Charlie Hebdo, y a tantos otros llenos de coraje, como esos exploradores que se aventuraban en territorios desconocidos y peligrosos, intentando siempre llegar más lejos. Puede que a veces haya chistes que no me parecen graciosos, o que están mal dibujados y son groseros, pero eso sería problema mío. Para nada evita que la existencia de los dibujantes satíricos sea esencial, ya que amplía cada día los límites de la tolerancia.