ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Olimpiadas o deporte

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DAVID TRUEBA

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La antorcha olímpica ha representado durante años el espíritu deportivo y de superación. Cuando toda Europa ardió en las guerras del siglo XX, el reto olímpico significaba una posibilidad de batalla incruenta y, en elegidos momentos, la reivindicación del humanismo. Han hecho más los deportes por la integración racial que todos los discursos bienintencionados. Pero, y el pero es enorme, los tiempos han cambiado. Durante las últimas semanas han llegado los ecos de un escándalo que prolonga los casos repetidos de dopaje en el deporte. Sabemos a ciencia cierta que, desde décadas atrás, la elección de las ciudades olímpicas está bajo sospecha de corrupción y el desarrollo de infraestructuras desmedidas en los países elegidos y candidaturas empecinadas en perder ha servido para soportar unos índices de estafa económica protagonizados por la élite empresarial que, en sonados casos, ha tirado por la borda la economía ciudadana. Son demasiados los indicios de que algo marcha mal.

Con ocasión de los Mundiales de natación, y sería injusto acusar a un deporte en concreto de lo que es un vicio generalizado del deporte, leí una interesante entrevista con una entrenadora. Se refería al equipo japonés de sincronizada, donde una nueva entrenadora ha impuesto un régimen de disciplina brutal que ha causado tantas dudas morales como buenos resultados. Nunca se resaltan lo suficiente aquellos casos donde al maltrato de los deportistas se le unen unos resultados mediocres, lo cual invita a pensar incorrectamente que lo canalla es más eficaz. Al final, la idea es siempre la misma. Aquí no estamos para juntarnos los amigos y participar, sino para ganar, batir récords, competir. Resulta del todo razonable que los profesionales del deporte no engañen y pidan que se abstengan de participar los que no estén dispuestos a la quema. Nadie se cree ya la gesta emotiva y humanista del aficionado. El deporte profesional mueve demasiado dinero como para ser inocente. No hay nadie tan ingenuo como para pensar que donde hay marcas, países implicados, competitividad en grado sumo y salarios publicitarios, no haya también afán de lucro y derivaciones enfermas. Nada que objetar.

Es sencillamente que todos estos valores, nuevos en el deporte, nada tienen que ver con el sello olímpico. La Olimpiada a veces parece un llamamiento a drogarse, como esas discotecas de madrugada que serían insoportables sin pastillas ni anfetaminas. Ese anillado intercontinental para los valores positivos cae en la hipocresía más lacerante cuando detrás hay trampas médicas, nacionalizaciones de urgencia, pero también cuando la moral dominante es la de exprimir la juventud –ahora ya hay niños incluidos en la competición sin recato–, y el físico del ser humano. Para su sorpresa, cada vez más la sociedad recibe con franco escepticismo los resultados de este espectáculo. Sospecha que detrás hay un circo publicitario y mediático excesivo y se coloca en una grada de sombra, dispuesto a aplaudir ciertas gestas, pero también a alzar las cejas un poco despectivamente. Sería una lástima para la belleza del deporte que terminara en otra burbuja de negocio y que una despeñada clase política se agarre al evento deportivo para justificar su carencia de iniciativas sociales y honestidad cívica. Es una perversión del deporte deshumanizarlo. La contrarrevolución deportiva está pendiente, y puede que su puesta en cuestión desde la raíz sea también una oportunidad para salvar a la sociedad enferma.