La construcción del espacio europeo

¡Oh, Europa!

El euro y la virtualización de fronteras entre países tradicionalmente enfrentados es todo un prodigio

RAMON FOLCH

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"Me la imaginaba más grande...", decía la señora de la serie televisiva. Yo también. Antes de formar parte de la Unión, también me imaginaba una Europa más grande. Más amplia, robusta y generosa. El error era confundir el proyecto futuro con la realidad presente. Así que sigo imaginándomela generosa, robusta y amplia, como será si hacemos que lo sea.

Tenemos un maravilloso románico en los Pirineos, pero de pueblo. Te das cuenta viendo el imponente monasterio de Laach, la catedral de Pisa o lo que queda de Cluny, por ejemplo. Ellos son el centro de Europa, nosotros no pasamos de periferia provinciana. De Viena o Fráncfort salen trenes de media distancia para Milán, Praga o París, que quedan cerca. Nosotros estamos en las afueras de Europa, como Lutecia (París) o Londinium (Londres) estaban en las del Imperio Romano. Por eso nos hemos ahorrado la mayoría de grandes guerras europeas, incluida la mundial, y por eso nos cuesta entender el enorme camino recorrido por las Comunidades Europeas, precedente de la Unión Europea, a partir de la firma del Tratado de Roma hace apenas medio siglo (1957).

Firmaron los tratados -porque fueron dos, el constituyente de la Comunidad Europea y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica- Alemania (occidental), Francia, Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo, la Europa 'de toda la vida'. En aquel 1957, España aún vivía en su casposa autarquía nacionalista -no empezó a salir de ella hasta 1959, con el Plan Nacional de Estabilización Económica- y acababa de ser admitida en la ONU. Europa quedaba lejos. De hecho, era despreciada por el régimen («¡Qué europeos sois los catalanes!», me dijeron, asqueados, unos conocidos madrileños...). Más que en las afueras, la España de entonces estaba completamente fuera de Europa.

Francia y Alemania, los dos tractores de la UE, estuvieron cinco veces en guerra total en solo dos siglos; hace apenas 70 años, los blindados alemanes circulaban por París. Que ahora tengamos el euro o la libre circulación de personas y mercancías a través de fronteras elípticas es portentoso. Nos cuesta percibir la magnitud del prodigio, porque las únicas tropas europeas que se han paseado por Catalunya en los últimos dos siglos han sido las fascistas italianas y alemanas que acompañaron a las españolas franquistas durante la guerra civil. Solo propendemos a ver las imperfecciones del actual momento europeo. Todavía son muchas, cierto es. Justamente por ello hay que esforzarse en superarlas.

La principal, a mi juicio, es una cierta regresión del propio concepto de Unión Europea. Los Estados miembros, en lugar de ir cediendo competencias y creando un espacio compartido al objeto de avanzar hacia una Europa federal, vuelven a los cortijos de antes y se preguntan qué hace Europa por ellos, no qué hacen ellos por Europa. Muchos candidatos a las elecciones del día 25 tratan de atraer al electorado prometiendo migajas del pastel europeo. Se han debilitado algunas opciones estratégicas de altura, como ser la vanguardia mundial en la lucha contra el cambio climático. Seguimos sin una política energética comunitaria y parece desvanecerse aquella Europa de los valores, preocupada por los principios éticos y el bienestar de las personas. Resulta inquietante, porque esta centrifugación reaccionaria de voluntades no hace sino retrasar el proceso de construción europea. Y sin Europa, los europeos no seremos nada... El mundo, sea o no consciente de ello, también saldría perdiendo porque, de la filosofía griega a la sociedad industrial moderna, la mayoría de las grandes pulsiones civilizatorias de los últimos siglos nacieron en Europa.

¿Cómo encaja todo esto con la aspiración de Catalunya de convertirse en un nuevo Estado de la Unión? El catalanismo político siempre fue europeísta. El eslogan independentista más repetido subraya que queremos ser un nuevo Estado, pero de Europa. De la Europa que, sin embargo, no acabaremos de construir sin la gradual cesión de soberanía de sus Estados. Estamos ante una paradoja, pues. Pero no de una contradicción: si no somos Estado, ¿cómo íbamos a integrarnos en la Europa federal del futuro? Pues mal, como fleco irrelevante de otro Estado, tradicionalmente poco o nada europeísta, llamado España. Es decir: si no nos convertimos pronto en un nuevo Estado europeo, difícilmente podremos contribuir de forma eficaz a la creación de una Europa federal progresista que supere la mezquindad de los Estados actuales.

Vale la pena considerar estas cosas ante las elecciones europeas. Para imaginarnos una Europa mejor, sostenibilista a poder ser. En todo caso, a los más pequeños nos conviene que Europa sea grande, con nosotros dentro, federados. Federados europeos: esa federación sí que resulta atractiva...