El odiador profesional

Los 'haters¿ en Twitter pueden ser un incentivo a la hora de ver la televisión

JORDI PUNTÍ

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Hace unos días, la NBC emitió el musical Peter Pan en directo. Lo protagonizaban Christopher Walken como el capitán Hook y Allison Williams (una de las chicas de Girls) en el papel del niño que no quería crecer. Lo vi durante unos 20 minutos y cambié de canal: Walken vagaba por el escenario sin cantar ni bailar del todo; los decorados y los bailes tenían un toque anticuado. Solo la chica que interpretaba a Peter Pan lo hacía bien. Al día siguiente, la crítica del New York Times empezaba así: «Allison Williams dio al traste con nuestras ganas de odiar la retransmisión», una forma bien particular de elogiar a la protagonista. Entonces lo entendí mejor: para muchos Peter Pan era un espectáculo de esos que uno mira solo para mofarse, como el festival de Eurovisión.

Antes eso se hacía en privado: uno quedaba con sus amigos para ver un programa malo y echarse unas risas. Ahora se ha convertido en un juego público, como una extensión del propio programa. Así cada vez proliferan más los haters, los odiadores, que se sientan frente a la tele con el móvil y tuitean con ironía o mala leche. Si siguen el programa es solo con la intención de pregonar sus opiniones y empieza a haber odiadores de prestigio, lenguas afiladas que pueden ser un atractivo añadido a la hora de ver la tele. En la misma línea, hay críticos de televisión profesionales que comentan durante una emisión, en caliente, sin digerirlo -y a veces son muy buenos.

Lo cierto es que los comentarios en tiempo real, sobre todo en Twitter, están transformando el medio. Es evidente con los informativos, pero se puede aplicar también a los debates, reality shows o retransmisiones de fútbol. Viendo el éxito de los odiadores, me pregunto cuánto tardarán las propias productoras en contratar a sus comentaristas para que instiguen el odio a través de Twitter, como agentes provocadores en la sombra, que arrastren a la audiencia y la fidelicen. Con el permiso de san Aaron Sorkin, quizá este sea el triste destino de la televisión: un lugar en el que practicar nuestro desprecio.