Obiang, el petróleo incómodo

RAMÓN LOBO

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Teodoro Obiang Nguema es el dictador de Guinea Ecuatorial, una antigua colonia española. Esto lo podemos decir en voz alta porque no es chino sino africano. Tiene mucho petróleo pero lo extraen empresas estadounidenses. Es un dictador amigo, alguien que está bajo control. Para entendernos: es nuestro hijo de puta, según la cínica división del mundo de Henry Kissinger. Para Washington, Obiang es solo un apuro de baja intensidad. Para España es un problema de imagen, no de contenido. Aquí tampoco hablamos de derechos humanos, ni de saqueo económico, ni del patrimonio exterior de los altos cargos del régimen. Aquí no hablamos de casi nada porque aspiramos a tener una parte, aunque sea mínima, del negocio petrolero.

El dictador ecuatoguineano estuvo en Madrid en el funeral de Adolfo Suárez. Pudo haber sido un émulo del presidente español, un democratizador, o lo que fuera en realidad Suárez.

Cuando derrocó a su tío Francisco Macías en 1979 prometió a su pueblo democracia, libertad y prosperidad. Era la moda entonces: puedo prometer y prometo. Fue un calentón fruto del entusiasmo. Después echó cuentas y prefirió la seguridad del poder absoluto al riesgo de unas elecciones libres. Cuando perdió las municipales de 1995 tras dejarse camelar con una tímida apertura, suspendió el escrutinio y nunca más volvió a jugar con fuego. Las urnas las carga el diablo.

El Gobierno español le ofreció en aquellas elecciones un fraude pactado, que dejara ganar a la oposición en nueve distritos. A cambio, España prometió ayudas a las oposición si aceptaba la componenda. La oposición, aceptó; España incumplió. No fue la primera vez.

Pacto frustrado

En unas elecciones generales el embajador español propuso al dictador que permitiera 20 escaños para la oposición en un Parlamento de 100. Obiang le miró con expresión de sorpresa y respondió: «Veinte son muchos». En aquellas elecciones, la oposición democrática obtuvo dos escaños. Las cosas han empeorado: ahora solo tiene 1. Es una mayoría absoluta aplastante 99-1.

España nunca supo qué hacer con Obiang, cómo tratarle. Se ha intentado casi todo: desde la mano amiga sobre el hombro (Felipe González en alguna etapa) al golpe de Estado en alguna otra.

Siempre me resultó extraño el movimiento de barcos y tropas españolas en verano de 2004, durante el Gobierno de Aznar, justo cuando estaba en marcha una operación internacional para derrocar a Obiang. ¿Sabíamos algo? ¿Estábamos a favor o en contra? En la asonada de 2004 estaban implicados empresarios libaneses, Mark Thatcher, el hijo de la dama de hierro y Simon Mann, el fundador de Executive Outcomes, la principal empresa de mercenarios, entre otros. Su objetivo era poner a Severo Moto en el poder. Fracasaron.

Guinea Ecuatorial es una república bananera, no un gulag como Corea del Norte o un régimen asesino como el de Sadam Husein. Con el régimen asesino de Bagdad hicimos muchos negocios hasta que dejó de ser útil. Obiang no es un asesino en serie, como Sadam, solo parece una fotocopia del personaje de Tirano Banderas.

Su régimen viola los derechos humanos, encarcela a capricho, maltrata presos, según las denuncias de las oenegés de derechos humanos; tampoco permite elecciones libres ni libertad de prensa. Es un régimen cleptocrático que celebra unas elecciones amañadas en las que solo gana él y su partido, el PDGE. Pasado el bochorno del funeral, todo regresa a su cauce, al silencio.

España nunca supo qué hacer con Malabo. Ni siquiera sabe distinguir una elección fraudulenta. A cada elección, el Parlamento español manda observadores que más que observar ayudan a legitimar una farsa. La de Fátima Aburto (PSOE), Francisco Ricomá de Castellarnauo (PP) y Jordi Xuclá i Costa (CiU) en 2007 fue escandalosa en sus conclusiones. Cuando no se denuncia una dictadura se es cómplice de ella.

No fue una buena idea permitir que Obiang acudiera al funeral de una persona con la que no tenía nada que ver. Tampoco fue una buena idea que lo oficiara Rouco, un tardofranquista que aprovecha cualquier ocasión para cizañear. Tampoco lo fue que el templo se llenara de políticos que hicieron la vida imposible a Suárez y que han traicionado lo mejor de la Transición, el espíritu de consenso. ¿Qué hacían allí los ministros más retrógrados? Fijarnos solo en Obiang no deja de ser un rasgo de racismo.

Nadie ha dado explicaciones aun sobre la invitación de una institución pública como el Cervantes de Bruselas a Obiang, cuyo desprecio por la cultura es notorio.

¿Seguimos haciendo méritos para que nos dejen un poco de la tarta del petróleo? Al final lo vamos a conseguir.