Peccata minuta

Nostalgia de Suárez

JOAN OLLÉ

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Mi amigo Paquito de Zaragoza y yo siempre quisimos cenar, o al menos tomarnos un chinchón, con aquel Adolfo Suárez ya abandonado por los suyos. Lo intentamos varias veces, pero nada: debía andar triste o atareado. Queríamos conocerle porque nos caía la mar de bien por su apostura, su sonrisa, su peinado, su manera de fumar: un galán. Un Gary Cooper solo ante el peligro, y tal vez por eso queríamos cenar o tomar un chinchón con él, para decirle que no estaba en absoluto solo, que un par de izquierdosos periféricos y nocturnos le hacían siempre compañía. No nos importaba mucho que sus más bellas palabras no las hubiera escrito él; queríamos invitarle para agradecerle haber escuchado aquellas palabras a los veintipocos años en boca de alguien que no era de los nuestros, por enseñarnos que el adversario se lo crea cada uno en función de sus miedos y necesidades, quizá para aprender de él. Nunca cenaremos con Suárez,Paquito, pero vete poniendo en frío una botella de Bordejé para brindar por el valiente.

Si tanta gente de la calle se acercó a despedirse del expresidente debe de ser porque fue de los extraños políticos que supieron dar buenas noticias a los que no eran de los suyos (o él lo fue de todos), cosa hoy totalmente impensable y muchísimo más creativa que barrer para casa. Los muchos abrazos con Santiago Carrillo –que deberían andar colgados en el Museo del Prado o impresos en los sellos– certifican que ambos sabían que toda auténtica verdad tiene tres patas: la del uno, la del otro y la de los dos. Como no podía ser de otra manera, los voceros de turno, lejos de la más elemental ética y elegancia, se han hecho suyo el cadáver, aún calentito, reivindicando cada uno de ellos el ángulo más conveniente para su causa.

Café aguado

¿Qué es más audaz: redactar una Constitución con ruido de sables o adaptarla a los tiempos presentes? Franco siempre dijo que prefería una España roja a una rota, pero el café para todos está definitivamente aguado y nadie sabe leer la solución en sus posos. Eso que llamamos España ya se ha pronunciado: ojalá tuviéramos un Suárez. Él ya no está, pero sí su compañero de tándem, el Rey: la mitad del mito sigue vivo. ¿Se imaginan por un momento que el viejo Juan Carlos pudiera sentir nostalgia y envidia de lo mejor de sí mismo y volviese a traicionar a Franco con una decisión tan joven, corajuda e inesperada como aquella que hoy celebramos?

Los correligionarios de los que se jugaron el futuro por una Carta Magna que supiésemos leer todos ahora la usan como arma arrojadiza contra aquellos que quieren ir más lejos. O, simplemente, votar. ¿Hay que volver a creer en la magia de los Reyes, raza superior? ¿O en la juventud?