Dos miradas

Muerte y fatuidad

Hay gente que se aprovecha de los muertos para elevar el techo vanidoso de su yo

josep maria Fonalleras

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Es en la hora estricta de la muerte cuando se demuestra la entereza del individuo. En el llanto, en el desánimo, en la certeza de la pérdida, en la evocación permanente, en el reclamo de una explicación ante aquello que no la tiene. O sí. No hay una evidencia más permanente, más universal. La desaparición de quien has conocido, a quien amas o que forma parte de tu paisaje sentimental genera sentimientos diversos, desde la aceptación conmovida hasta el elogio que proviene de la sinceridad o, también pasa, de una cierta hipocresía que la muerte convoca, porque impone un código en el que se valora más la pérdida de una persona -y el vacío que se genera- que la crítica a determinadas actitudes, gestos o palabras que protagonizó mientras vivía.

En la hora estricta de la muerte, súbita o intuida, desprotegidos ante el desfallecimiento del cuerpo, nos queda el recogimiento, la plegaria, el desconsuelo. Y, sobre todo, el respeto. La muerte, robusta, inaccesible, soberana, nos indica la precariedad en la que vivimos, nos lleva a la pequeñez justamente porque nos informa de la debilidad, de la frágil atalaya desde donde observamos el mundo.

Hay gente, sin embargo, que necesita demostrar su fatuidad a través de la bravuconada, gente que se aprovecha de los muertos para elevar el techo vanidoso de su yo. La tristeza que genera un comportamiento así es superior al enojo. Tristeza por quien necesita ser, sin integridad moral, por encima del silencio, protagonista de la farsa.