ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Muerte de un banquero

Trueba

Trueba / periodico

DAVID TRUEBA

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La muerte de un banquero exitoso, que no solo fue continuador de una estirpe y de un negocio familiar sino que alzó el Banco de Santander a la cabeza de la liga mundial, ha desatado la característica esquizofrenia española. Admiración y enojo a partes iguales. Emilio Botín fue en vida la destilación perfecta, ya desde su apellido, del oficio bancario. Y con él y en torno a él se despertaban todos los fantasmas que despierta la banca en una nación sumida en la más larga crisis económica de las últimas décadas. Por eso, la noticia de su muerte ha propiciado comportamientos que sería estúpido dejar pasar sin una pequeña reflexión.

Para empezar, el tratamiento mediático del fallecimiento fue un ruborizante ensalzamiento sin medida, algo incómodo cuando piensas que gran parte de los medios acarrean una deuda importante con la banca madre que presidía. Parecían agradecerle el crédito como en su día Ruiz Mateos le increpaba por negárselo para sus ruinosos negocios. Ah, de los banqueros hablamos siempre según nos va en la sucursal. Sería bueno asumir que el éxito en los negocios provoca relevancia, pero la medida de la loa mediática no debería caer en el agravio comparativo. Tan mala fue esa hipérbole como la autoridad que se arroga una mal llamada izquierda, casi en funciones obispales. Algunos se sintieron autorizados para jalonar unos días de dolor para las familias con condenas personales al difunto. Lo más chocante es escuchar a ciertas personas sin creencias religiosas (pero demasiada jerarquía ideológica) pedir para el banquero que no le dejen entrar en el cielo o que no descanse en paz, dando por asumida la vida eterna y la mitología cristiana en un contrasentido con sus supuestas ideas ateas. Las buenas personas guardan luto por la persona y reservan la crítica feroz para el tiempo en que vive y ejecuta lo que ellos creen erróneo.

Pero lo interesante es comprobar la esquizofrenia nacional con respecto a la banca. Convertidos en los malos del tebeo tras el rescate, nadie parece asumir que nuestro sistema económico y social está reñido con la moralina. Los negocios privados perviven por el apoyo que reciben de los consumidores y a uno le puede parecer mal que alguien tenga un bar, sea banquero o explote una red de tragaperras, pero mientras la ley no los arroje al mismo trato que a los traficantes de heroína o los matones a sueldo, su papel en la economía los hace imprescindibles. Los juicios sumarísimos sobre la bondad o maldad resultan algo fuera de tono. Cuando en una comida por esos días, al calor de la conversación en privado, escuché a mis amigos comentarios sobre el banquero y criticar la avidez de poder de su marca, fue estupendo oír alzar la voz a un científico de nuestro grupito, al que el Estado hace años que ha abandonado a su suerte pese a sus avances en la investigación médica. Contó el día en que el banquero le llamó en persona al despacho de la facultad para proponerle una ayuda anual para costear su trabajo. Despuntó entonces la misma esquizofrenia que infantiliza nuestro patio público. Cuando muere un banquero muere la persona, no el oficio. Y estaría bien reparar en esos momentos en los que el populismo somos nosotros.