Pequeño observatorio

¿Se muere el mundo de las porterías?

La portera sabía muchas cosas de los vecinos y podía ser cotilla o discreta

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JOSEP MARIA ESPINÀS

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Leo que con el paso de los años muchas profesiones han tenido que adaptarse a la automatización. Parece que solo hay una excepción: ya no hay ascensoristas, aquellas personas que, al pie de una escalera, ayudaban a una persona a subir en el ascensor.

Esto pasaba en aquel tiempo en que las casas tenían portero o portera, al menos en el Eixample de Barcelona donde viví muchos años. Y aún vivo, pero la portera, la señora Pepita, ya hace tiempo que desapareció.

No tenemos ascensorista. Aquella persona que pasaba el tiempo, las horas, instalada en los bajos de la casa, sabía qué vecino entraba o salía, con los que intercambiaban algunas frases y, si era necesario, se hacía cargo del paquete que alguien había dejado para llevarlo al del segundo primera.

La portera sabía muchas cosas de los vecinos,y podía ser cotilla o discreta. Si en la casa había criadas de servir podríamos decir que el intercambio de informaciones era muy fructífero.

Hace muchos años escribí una novela en la que los protagonistas eran los porteros y los vecinos de una escalera. La última vez que la releí, porque querían traducirla, me pareció un documento a la diversidad social.

Ahora he pensado, recordando aquella portería, el papel que juegan las puertas.  Tanto en nuestro lenguaje como en nuestra vida. Ante una puerta, ejercemos ejercicios de cortesía cuando decimos «usted primero». Y en el mundo del fútbol, es importante disponer de un buen portero que defienda la portería.

Una conversación delicada se debe tener a puerta cerrada. Y al invitado se le dice «aquí siempre encontrarás la puerta abierta». Claro que también: «Me dejó con la puerta en las narices». Incluso para entrar en el cielo tienes que encontrar la puerta correspondiente, si no me equivoco. Parece que para entrar en el infierno no es necesario llamar a ninguna puerta.