MI HERMOSA LAVANDERÍA

Mosquitos en otoño

Coixet mosquito

Coixet mosquito / periodico

ISABEL COIXET

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Empezó el otoño y los mosquitos seguían ahí, incordiando y destrozando la piel de tobillos y brazos. "A este paso, llegará Navidad y nos picarán comiendo el turrón", comentaban las mujeres en las panaderías y los hombres en los bares. Las farmacias hacían su agosto con los líquidos y las pulseras antimosquitos y las pomadas para las picaduras. "¿No se van a ir nunca?", preguntaban los niños, con las caras llenas de ronchas, a sus profesores en los colegios, mientras las guarderías embadurnaban a los más pequeños con cremas repelentes que en las pieles más delicadas producían alergias y eczemas.

Cada día, las autoridades anunciaban medidas contra aquella plaga fuera de estación que parecía no tener fin. Cuarentenas, exterminadores, cargas químicas que se soltaban desde el cielo y que solo conseguían matar las plantas de los balcones. Se hablaba de mosquitos procedentes del cultivo de la patata, del arroz, de los girasoles. Se citaban procedencias contradictorias: África central, Asia meridional, el Sur, el Este… Se culpaba al monzón, a la sequía, a las lluvias repentinas, al otoño tardío. Los responsables de sanidad tranquilizaban a la población arguyendo que hasta ahora nadie había enfermado por las picaduras, que tan solo eran un fastidio que se pasaba con el tiempo. Sin embargo, los primeros casos de lo que se llamó "la neurosis de Carrière" (en honor al filósofo belga que murió de un ataque al corazón tras la picadura de una abeja) habían aparecido, y las primeras personas con desequilibrios mentales que se habían arrancado la piel a tiras al ser picadas simultáneamente por bandas de mosquitos ya estaban ingresadas en diversos hospitales de todo el país.

Los periódicos empezaban ya a cansarse de la plaga cuando se produjo la primera muerte, lo que devolvió a los insectos a la portada de los periódicos. Un hombre había fallecido mientras limpiaba su coche en un polígono abandonado. Debido al calor y al esfuerzo, se había quitado la camisa y un enjambre de mosquitos le había atacado con más de mil picaduras. Cuando le encontraron, agarrado a la bayeta mojada y jabonosa, tenía grabada en su rostro desfigurado una mueca de profundo asombro. Quisieron atribuir su muerte a una condición hepática previa, pero la verdad salió a la luz: había muerto a consecuencia de las picaduras simultáneas.

A esa muerte siguieron otras y los científicos luchaban a contrarreloj para encontrar una manera de alejar y eliminar la plaga. Mientras tanto, empezamos a salir a la calle con trajes a caballo entre el de astronauta y el chador. A no abrir ventanas ni balcones y a cubrir cualquier orificio de las casas con tiras pegajosas que por el momento eran lo único que conseguía detenerlos. Y nos acostumbramos a vivir con el zumbido permanente de las nubes de mosquitos, que es ya como un ruido blanco que adormece y relaja, si sabes escucharlo bien.