ANÁLISIS

La montaña de las tumbas

El ataque de Jerusalén no es comparable a Niza o Berlín; es una típica historia de la ocupación

Soldados y médicos atienden a las víctimas del atropello mortal de Jerusalén.

Soldados y médicos atienden a las víctimas del atropello mortal de Jerusalén. / AHMAD GHARABLI

JOAN CAÑETE BAYLE

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El mirador de Jerusalén donde se ha producido el ataque con un camión contra soldados israelíes ofrece una de las vistas más hermosas de Jerusalén en competencia con la más famosa del Monte de los Olivos. Desde allí, se puede apreciar el peculiar skyline de la ciudad, los escasos rascacielos de la parte Oeste que desentonan con los campanarios de iglesias, minaretes, platos de satélite y oscuros calentadores de agua. La característica piedra con la que se construye en Jerusalén se mezcla con la aridez de las colinas que la rodean. Las cúpulas de las dos mezquitas, sobre todo la dorada, atraen la mirada hacia el perímetro amurallado de la Ciudad Vieja. También puede verse el muro de más de ocho metros de hormigón que separa —entre sí y de Cisjordania— a barrios y aldeas palestinas de la parte árabe de la ciudad. Jabel Muqabar llaman los palestinos a la zona, lo que en una traducción más o menos libre vendría a ser Montaña de las Tumbas. Armon Hanavitz, se llama en hebreo el lugar, anexionado, construido y repoblado tras la guerra de los Seis Días (1967). Israel lo llama barrio de Jerusalén, pero no lo es. Es territorio ocupado.

Desde el mirador, también se puede ver lo que queda de Jabal Muqabar y las aldeas que lo rodean. Los turistas no prestan atención a ese conglomerado, más bien feo, de casas bajas en colinas empinadas. Los guías no explican su historia. No cuentan que tras la guerra de 1967 perdieron importantes partes de tierra para construir Armon Hanavitz. Que su centro vital (salud, educación, trabajo) es Jerusalén Este. Que una red de puestos de control, el muro y bloques de cemento lo separan de la ciudad. Que para entrar y salir hay que tener permisos, estar en una lista, regresar a casa antes de las seis de la tarde, y eso con suerte, que a quien las autoridades israelíes le dan un permiso no puede quejarse, que ese papel es una vida entera. Que familia enteras viven separadas desde hace años. Que es un barrio degradado, con problemas de canalización de agua, abandonado por el ayuntamiento de la auto proclamada capital unida e indivisible de Israel. Que desde que en octubre del 2015 empezó esta mal llamada intifada de apuñaladas y atropellos ha visto cómo varios de sus vecinos más jóvenes llevaban a cabo actos de violencia. Que no es exagerado decir que casi todos sus habitantes han recibido órdenes de demolición de sus casas.

HOMICIDIO INVOLUNTARIO

Al mirador de Jabel Muqabar suelen acudir soldados israelíes, como las víctimas del atropello, en lo que se llama viajes educacionales. Soldados como Elor Azaria, condenado por homicidio involuntario por haber rematado de un tiro en la cabeza a un palestino malherido en el suelo en Hebrón. Binyamin Netanyahu ha pedido su indulto. A lo que hizo Azaria, soldado de la fuerza ocupante en territorio ocupado, Israel no lo llama ni siquiera asesinato. A lo que hizo el domingo el conductor del camión en la zona anexionada de Jerusalén donde se alza el mirador, Israel lo llama terrorismo y Netanyahu, cómo no, lo vincula al Estado Islámico, a Niza, a Berlín.

Nadie sabe qué pensaba y en qué creía el conductor que asesinó a los soldados, ya que como es habitual fue abatido a tiros. Pero la suya no es una historia como la de Niza y Berlín. La suya es una típica historia de Jerusalén, un caso más de esa vasta red de violencias que causa la ocupación.