Análisis

Monopatines, bicis y esa cosa con ruedas

No son pocos, sobre todo si utilizan el simulacro del Bicing, que van en bici como si aún fueran niños

Parada de Bicing en la plaza de Catalunya.

Parada de Bicing en la plaza de Catalunya.

JORDI PUNTÍ

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A ver, digan, ¿qué Barcelona queremos? Lanzo mi pregunta al aire primaveral, cargado del polen de los plátanos. ¿Queremos vivir en una ciudad mediterránea, de sangre caliente, caótica y vocinglera, pero entregados a la libertad y el libre albedrío en todo momento? ¿O preferimos reflejarnos en la cultura la Europa civilizada, racional, de terrazas ordenadas y ciudadanos juiciosos, con sus cafés bonitos y esa pulcritud de tranvías que nunca se salen de madre ni llegan tarde? Es decir, ¿Nápoles o Múnich?

Seguramente la única respuesta posible sea «ni tanto ni tan poco». Como mínimo ayer por la tarde, en concreto a las seis en punto, cuando salí al balcón de mi casa para contemplar a mis conciudadanos, abajo en la calle seguían sin ponerse de acuerdo. Mientras un abuelete reciclaba sus botellas vacías en el contenedor verde, un conductor discutía con los de la grúa municipal porque se llevaban su coche: había aparcado en una de las plazas reservadas a minusválidos (que por otra parte siempre está vacía). Detrás suyo, un taxista bloqueaba momentáneamente la calle, otro le pitaba y una turista sacaba fotos de un grafiti muy moderno que hace unos días apareció en el buzón de correos.

Es lo que hay, y que levante la mano quien esté libre de culpa, pero es cierto que cada ciudad tiene sus leyes y sus tradiciones cuando se trata de civismo. Supongo que la cosa va por barrios, pero Barcelona vive instalada desde hace años en una especie de flujos de responsabilidad que van y vienen como las modas. El tema de las cacas de los perros, por ejemplo: a pie de calle hoy estamos mejor que hace unos años, cuando había que sortear los montículos cada diez pasos, pero algo distinto sucede en los parques: como el animal corre a su aire -destrozando de paso los parterres de flores que pagamos entre todos--, muchos amos hacen la vista gorda.

Tampoco le va a la zaga el asunto de los semáforos: los peatones respetan el color rojo poco o nada, solo cuando les va la integridad física, y los conductores siguen acelerando para pasar en ámbar-rojo. Luego está la cuestión del paso de cebra: inexistente para muchos conductores, arriesgado como una cuerda floja para la mayoría de paseantes. Y cuidado que no te aparezca un monopatín por el ángulo muerto.

LA ACERA ES LA CALLE

En realidad estamos acostumbrados a este tipo de incivismo en lugares públicos, existe una tradición, pero luego está el asunto de las bicicletas, claro, que es más complicado. En esta ciudad se empezó la casa por el tejado: primero pusieron las bicicletas y después construyeron los carriles bici. Pocos y además mal segregados, confusos. El resultado es que la mayoría de barceloneses no saben ir en bicicleta por la ciudad. Esto es así. Yo he visto ciclistas que bajaban por la calle Balmes y enfilaban Pelayo como si estuvieran contemplando las maravillas del río Misisipi a su paso por Memphis, o que deambulaban tranquilamente por la calle Princesa como quien busca un claro en el bosque para sentarse con su novia a hacer un picnic y lo que salga.

No son pocos, sobre todo si utilizan el simulacro del Bicing, los que van en bicicleta como si todavía fueran niños. Se suben a las aceras y sortean a los peatones. Calculan los espacios y la velocidad para pasar justo en el último momento. Si el pobre ciudadano de a pie les censura, entonces se ofenden y le mandan a paseo. Van en contra dirección porque, de hecho, para ellos no hay dirección. A veces creo que lo hacen como venganza por el servicio tan ruin que suele dar el Bicing, y me imagino a la tía de Tom Sawyer advirtiéndoles: «¿Ah sí, jovencito? Pues ya verás a partir de septiembre, cuando termine la moratoria del ayuntamiento y la Guardia Urbana empiece a multar a los que van por las aceras... »

Hay que decir en descargo de los ciclistas que no es nada fácil abrirse paso en el carril bici invadido por taxis y camionetas de reparto, pero esto no justifica ese empeño en ir por las aceras. Además, si hay algo que no soporto es que me toquen el timbre para que me aparte. Y lo hacen impunemente. Madres que a primera hora llevan a su retoño a la escuela en bicicleta, contra viento y marea. Turistas que han venido a Barcelona a disfrutar del clima mediterráneo y su idea de diversión consiste en hacer lo que te dé la gana en todas partes, sin tener en cuenta las costumbres de los indígenas.

LOS TURISTAS

Ya que estamos, yo creo que una parte esencial del incivismo con la bicicleta son los turistas que las alquilan. Una cosa es un joven hípster haciendo motocros en una acera del barrio de Gràcia, y otra muy distinta son 15 turistas en formación, todos con la bicicleta de color naranja, pedaleando por las callejuelas del Gótic mientras intentan escuchar las explicaciones de un guía que habla un inglés de camarero de Lloret.

Pero no se sulfuren porque, como siempre, todo puede ir a peor. A la fauna de los monopatines, los turistas en bicicleta o los 'runners' que aprovechan el carril bici para correr más rápido, poco a poco se les unirán los 'segway', con ese aire de vehículo lunar, y esa otra cosa con ruedas que no sé como se llama, pero que es como un monopatín eléctrico y con luces. Ya solo falta que alguien tenga la ocurrencia de alquilar caballos y burritos al personal: Barcelona, Rancho Grande.