El ministro y la democracia

Los diputados independentistas aplauden el primer discurso de Carme Forcadell como presidenta del Parlament mientras los no soberanistas permanecen sentados, ayer.

Los diputados independentistas aplauden el primer discurso de Carme Forcadell como presidenta del Parlament mientras los no soberanistas permanecen sentados, ayer.

XAVIER GINESTA

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Este lunes ha comenzado una nueva legislatura en el Parlament de Catalunya. Un período que se inicia marcado, entre otras, por las declaraciones del ministro de Justicia, Rafael Catalá, en la clausura del congreso de la Asociación de Fiscales española, en Zamora, donde expresó su preocupación por el estado de la "democracia en Catalunya". Precisamente, este es el mantra que desde la caverna se intenta imponer a la sociedad catalana; más ahora que, en paralelo al inicio de la actividad parlamentaria, comienza a supurar de nuevo la herida en la sede de CDC. Que los antiguos dirigentes de Convergència no han hecho determinadas cosas bien parece más claro que el agua, más cuando algunas informaciones apuntan a que el caso del 3% también podría tener continuidad con el entramado de la familia Pujol Ferrusola. Ahora bien, poner el dedo en la llaga para acabar extrapolando que el proceso soberanista sirve para enmascarar los corruptos o querer hacer demagogia asimilando Catalunya a una república bananera sólo se puede entender desde el desprecio de los que sólo exaltan el miedo por no hacer frente a determinadas negociaciones.

Catalunya no es muy diferente del resto de España. Desgraciadamente, el ministro debería entender que el clientelismo político y el caciquismo son males endémicos –con más o menos fuerza– de las democracias mediterráneas. Sistemas políticos de pluralismo polarizado, poco dispuestos a la puesta en común de retos colectivos para llegar a grandes acuerdos de Estado. España –debería recordar el señor ministro–, es el país que tiene el presidente que habla a la prensa a través de un plasma, que tiene un jefe de gobierno que no controla los artículos de la Constitución y queda en evidencia ante los periodistas. España es el país donde por las catacumbas del Estado se citan altos funcionarios y medios de comunicación para acabar organizando las operaciones policiales de la forma que mejor sirven a los intereses de ambos colectivos. España es el país de las black cards, que también había permitido que las Cajas de Ahorro fueran un retiro dorado para los cargos políticos (¡de izquierdas y derechas!) antes de que se pusiera de manifiesto su dejadez en la gestión de los ahorros de todos los ciudadanos. España es el país de Barcenas, Rato y los integrantes de la operación Faisán. Es la monarquía de aquellos que, envueltos con la bandera y la representatividad institucional, desde la corona hacían negocios fraudulentos y se enriquecían cuando el país vivía una de las peores crisis económicas de la historia. Crisis, por cierto, que aún no se ha superado como han recordado, recientemente, algunos think tanks europeos al gobierno de Mariano Rajoy.

Si la democracia en Catalunya está en peligro, como dice el ministro, quizá también lo estará en toda España. Porque, al final tan diferentes no somos. De hecho, ¡puede que sí haya algunas diferencias! Vean: en Catalunya hay dos millones de personas que piden, desde hace tiempo, un referéndum vinculante para clamar por la independencia; y que con la negativa permanente por parte del gobierno del señor Catalá, han optado por configurar un Parlamento con mayoría soberanista tras unas elecciones autonómicas. Catalunya tendrá un parlamento donde el 60% de sus diputados se estrenan en la cámara, y donde figuras históricas de la política de este pequeño país han hecho (o les han invitado a hacer) un paso atrás. Catalunya, al menos a priori, ha hecho un ejercicio de rejuvenecimiento o regeneración de su clase dirigente animada con un futuro que, muchos, quieren hacer mejor (con los matices ideológicos de cada formación). Ahora sólo falta que los nuevos diputados pongan en valor la institución y sean dignos de ella.