Los retos de la educación
'Merlí' o lo mucho por hacer
La personalización del trato a cada estudiante es una de las grandes necesidades de la enseñanza
Marçal Sintes
Periodista. Profesor de Blanquerna-Comunicació (URL).
MARÇAL SINTES
Merlí, la serie protagonizada por un profesor de Filosofía (interpretado por Francesc Orella), ha sido un éxito para TV-3. La serie -la podríamos llamar miniculebrón- está bien hecha, con un personaje, Merlín Bergeron, con grandes virtudes y enormes defectos. Es por ello que mi héroe no es él, sino el director del instituto, Toni (Pau Durà), que demuestra el criterio y la inteligencia suficientes para soportar a Merlí a lo largo del curso. Aprecia de él que ama su trabajo profundamente y le importan, le importan realmente, sus alumnos. Toni descarta lo que sería más fácil, y del todo comprensible, que es sacarse a Merlí de encima, y opta por mantenerlo en su puesto pese al cúmulo de contratiempos que le causa y el desprecio que exhibe por todo lo que no sean él y sus alumnos.
Los creadores de la serie han señalado que querían que 'Merlí' hiciera pensar. En mi caso lo ha conseguido. No que pensara sobre filosofía, que se trata a base de pinceladas (hay que aplaudir la reivindicación de esta materia). A mí personalmente me ha hecho pensar sobre qué sucede con nuestra enseñanza, aunque tampoco la enseñanza ocupa el epicentro de un miniculebrón que se centra, como todos, en las relaciones humanas y los deseos y las frustraciones de los protagonistas.
En la serie vemos a Merlí seduciendo a sus alumnos con referencias filosóficas caseras. Más allá de esta loma, el resto del iceberg de la enseñanza -y es natural que así sea- queda fuera de campo.
Del personaje de Merlí he citado antes su principal virtud: amar su trabajo y el interés personal, auténtico, que siente por sus estudiantes. Ellos -o al menos el grupo con el que sintoniza y le sigue el juego- le importan. Y por eso es capaz de verlos no como un colectivo indiferenciado, sino como personas singulares: es capaz de individualizarlos.
CADA ESTUDIANTE ES DIFERENTE
Esta es, creo, una de las grandes necesidades de nuestra enseñanza. Como se suele decir, es necesario personalizar la labor del maestro. ¿Por qué? Sencillo: cada persona, cada estudiante, es diferente y único. En su carácter, en su actitud, en sus talentos, en sus dificultades. Para lograr personalizar, o poder aproximarnos a esta meta, se requieren grupos reducidos, es decir, poder adaptar en lo posible el método al estudiante. Esto tiene una pega que no se puede obviar: trabajar con menos estudiantes es mucho más caro.
Pero, claro, no basta con que los grupos sean pequeños para personalizar la pedagogía. Se necesitan profesores motivados, con ganas, dispuestos a hacerlo, pero sobre todo que sepan hacerlo. Y aquí entramos en una cuestión que durante mucho tiempo parecía tabú, ya que el asunto se solía despachar resaltando el esfuerzo, absolutamente cierto, que hacen día a día muchos docentes, su entrega al trabajo.
Desgraciadamente, con esfuerzo y entrega no basta. Hay que saber. Esta cuestión la ha puesto recientemente sobre la mesa el célebre pensador José Antonio Marina, que reclama (aparte de más inversión en enseñanza) un salto cualitativo en la formación de los profesores, así como convertir esta profesión absolutamente clave para cualquier sociedad en atractiva para los jóvenes mejor cualificados. Todo ello contribuiría a la recuperación, imprescindible, del prestigio social perdido.
Un tercer reto fundamental, más allá de la inversión y de la mejor formación de los profesores, es el de la reforma y estabilización del sistema. No es aceptable que cada cambio de Gobierno vaya acompañado de un nuevo plan cebado de ideología. Resulta demencial. Es imprescindible un acuerdo sobre cómo reformar el sistema, un acuerdo que, además, garantice su estabilidad en el tiempo. Este cambio en el sistema debería erradicar, entre otras cosas, el vicio de trasladar a los profesores responsabilidades que corresponden principalmente a los padres o a otras instituciones. También habría que reformar la gobernanza de escuelas e institutos. Más capacidad de actuar para los directores, más autonomía para diseñar proyectos educativos y más elementos favorecedores de la meritocracia. Igualmente, es recomendable no dejarse hipnotizar por las lentejuelas de la tecnología. Un mal sistema sigue siendo un mal sistema -o tal vez deviene peor aún- si lo único que se hace es añadir ordenadores, tabletas, aplicaciones, repositorios y el resto de ingenios digitales.
Adenda: estaría bien, de paso, que la diversidad nacional y cultural de España se incorporase de una vez a los contenidos. Vengo a decir que estaría bien que un joven de Toledo, por ejemplo, terminase sus estudios sabiendo qué son la lengua y la literatura catalanas, y que le sonasen, por decir algo, Ausiàs March, Verdaguer o Porcel. Aunque solo sea por dar cumplimiento a lo que dice la santificada -cuando conviene- Constitución de 1978.
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