Mejor ser islandesa o alemana

Los dos países se han convertido en un ejemplo al prohibir las diferencias salariales entre hombres y mujeres y exigir la equiparación de sueldos por un mismo trabajo

Mujeres trabajando en la selección de fruta de la empresa Fruilar.

Mujeres trabajando en la selección de fruta de la empresa Fruilar.

Olga Grau

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La brecha salarial no es un mito, existe y está perfectamente cuantificada. La diferencia entre el salario bruto medio a la hora entre hombres y mujeres en la Unión Europea alcanza de media el 16,3 %, según las estadísticas de la Comisión Europea. Lo que es igual que decir que las mujeres europeas trabajan los últimos dos meses del año gratis. 

La discriminación salarial se manifiesta de formas distintas. La más palmaria es la directa, pagar distinto por un mismo trabajo. El subterfugio habitual es ofrecer el salario mínimo a la mujer y elevarlo con pluses, horas extras y otras retribuciones no vinculadas a la meritocracia a su homólogo masculino. Cuando no directamente ofrecerle un sueldo bruto superior a él sin ningún complejo.  

¿Por qué lo hacen las empresas si además es ilegal? Por lo general porque tienen la percepción infundada (de ahí viene la discriminación) de que el hombre trabajará mejor o está más capacitado, a idéntica preparación, por un prejuicio de género.

También prevalece la idea, esta sí fundada, de que la mujer no discutirá el salario (está comprobado que las mujeres negocian peor sus retribuciones por una cuestión cultural) cuando el hombre sí tiene una tradición cultural más negociadora.

Una segunda explicación de la brecha salarial se encuentra en el tipo de empleo. Los sectores en que las mujeres predominan ofrecen sueldos más bajos que aquellos en los que dominan los hombres. Y ustedes dirán: «Pues qué elijan otros mejor pagados». Y tendrán razón, pero no es tan sencillo. Las tradiciones y los roles de género determinan el papel que mujeres y hombres desempeñan en la sociedad, comenzando a una edad muy temprana. 

No es casualidad que haya pocas mujeres que elijan ser programadoras, informáticas o ingenieras –estudios que ofrecen actualmente los mayores sueldos– y en cambio muchas que opten por ser enfermeras o maestras. Los intereses se cultivan desde la infancia y los ejemplos sociales influyen en las vocaciones. 

A todo esto se suma el hecho de que las mujeres trabajan menos horas, y a menudo lo hacen a tiempo parcial, para poder compaginar sus responsabilidades familiares con el desempeño de un trabajo remunerado. Y, por último, las mujeres llegan a menos puestos directivos en el mundo de la empresa, lo que repercute en los salarios medios.

Todos reconocen que es injusto, pero apenas hay iniciativas legislativas orientadas a reducir la brecha salarial. Islandia y Alemania acaban de abrir camino ahora con dos iniciativas. El primer país ha declarado ilegal pagar sueldos distintos por un mismo trabajo. El segundo obligará a las empresas alemanas a revelar a las mujeres lo que cobran los hombres de su empresa y exigir la equiparación.

Ambas medidas no serían necesarias si los empresarios no discriminaran a las mujeres a través de los sueldos. Pero dejar la justicia en manos del voluntarismo no da resultados. Legislar como han hecho Alemania e Islandia a la vez que avanzar en la educación en igualdad son el único camino posible para acabar con la brecha salarial. El resto, son tan solo buenos deseos.