IDEAS

¿Mea culpa?

ENRIQUE DE HÉRIZ

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Algunos de los escritores catalanes que escriben en lengua española y que hasta ahora nunca habían opinado sobre el asunto se apresuran, en estos últimos meses, a manifestarse del modo más sonoro posible. Gente que nunca había opinado sobre el nacionalismo, la inmersión lingüística, el derecho a decidir, intenta hacerse oír ahora en el fragor de la batalla. También yo, pese al tedio y la perplejidad, voy a dar ese paso. Algunas razones para el silencio anterior: queríamos creer que no había un verdadero problema, o que como mucho era un artificio político sin verdadera respuesta en la calle; cuando eso cambió, cuando la gota malaya de la política logró que la sociedad se volviera permeable al conflicto, tuvimos miedo. Aunque se disfrazaba de pereza, quiero llamarlo por su nombre: miedo.

Nadie nos perseguía, ni corría nuestra integridad física riesgo alguno. Miente quien diga lo contrario: nadie ha ido a la cárcel en Catalunya por hablar o escribir en español. Pero sí éramos conscientes de que la opinión pública se había ido domando hasta sucumbir al pseudo argumento de que si no te manifestabas a favor de las tesis del nacionalismo catalán eras un españolista irredento. Un facha, vamos. Uno de los grandes aciertos estratégicos del soberanismo ha sido la estricta reducción binaria de todo pensamiento político. Eres o no eres; sientes o no sientes; compartes, o no. Hubiera sido bonito, por ejemplo, poder elaborar la idea de que la necesaria protección del catalán en las escuelas aceptara un cierto grado, un matiz que permitiera enseñar, por ejemplo, dos o tres asignaturas con el español como idioma vehicular, y acaso una o dos en inglés. Pero no: había que estar a favor o en contra de la inmersión. Y punto.

Ahora tenemos nuevas razones para callar: una es la resignación, la noción (acertada, me temo; pero muy nociva) de que ya no hay nada que hacer. La otra es la vergüenza, porque al alzar la voz ahora que ya no sirve, ahora que ya es visible la fractura (tan buscada, por cierto, desde la insensatez aznariana del otro extremo), no podemos evitar la sensación de que todo esto lo tendríamos que haber dicho mucho antes.