Geometría variable

¿Matar al padre?

JOAN TAPIA

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En la España actual solo ha habido dos grandes monstruos políticos con larga y profunda influencia, complicidad con la opinión pública e indiscutible oficio: Felipe González y Jordi Pujol. Eso es independiente de la simpatía o el juicio moral que puedan merecer. Un gran tenor es siempre un gran tenor, tenga el carácter que tenga, su relación con el alcohol o las drogas, el posible machismo con las mujeres y si tributa en su país o en un paraíso fiscal. Hoy lo primero que hay que reconocer es que Pujol es un monstruo de primera y que los catalanes (y los españoles) hemos tenido suerte de que haya tenido un destacado papel. La historia lo dirá.

Pero igual que un buen tenor tiene que cuidar su voz, un político democrático debe comportarse con el mismo civismo -como mínimo- que se exige a cualquier ciudadano. Por ello, la confesión de Pujol le expulsa del campo de juego, porque se erigió no solo en líder perpetuo de una fuerza mayoritaria, sino también en algo así como un referente moral y el padre de la Patria. Además, la forma y el momento indican que quizá estamos solo ante la punta del iceberg de las actividades sospechosas, en investigación judicial, de su clan familiar. Por otra parte, tenía algunos tintes autoritarios y caciquiles -su obsesión por domesticar a la prensa o exigir obediencia ciega a sus allegados- de difícil encaje democrático. Así como una concepción algo maniquea de división entre buenos (los que le seguían) y malos (los contrarios) de la política.

Sea como sea, ha sido el gran monstruo de la política catalana -desde 1980 hasta el viernes- y su desaparición política va a tener consecuencias. En su partido se habla ya abiertamente de despujolizar y de la necesidad para el proceso soberanista y la propia CDC de enterrarlo políticamente. Un comentarista cercano dice con brutalidad que hay que «matar al padre».

No será fácil. La huella de un monstruo es alargada y una de las causas del fracaso de los dos tripartitos (de Pasqual Maragall y José Montilla) es no haber sabido elaborar un discurso que rebajara el pujolismo ambiente. La despujolización de los suyos es un salto mortal. No solo era el fundador y líder indiscutible, sino que ungió a Artur Mas como sucesor y, hasta hace menos de dos semanas, uno de sus hijos seguía de príncipe heredero, pese a su imputación en el caso ITV. Y el gran peligro es suscribir los rasgos más primitivos de su nacionalismo y olvidar sus indiscutibles activos: realismo, inteligencia, astucia y pragmatismo.

La despujolización fáctica, que ya se ha producido (avalada por el Pujol jubilado) ya ha llevado a que Mas bajara de los 62 diputados del 2010 (sin mayoría absoluta pese a las barbaridades del tripartito) a 50 en el 2012 y a, según todas las encuestas, unos 31a 35 diputados si ahora se celebrasen elecciones. Si la fáctica ya ha implicado este descenso a los infiernos, no me puedo imaginar lo que pasará con la moral e ideológica en manos de Josep Rull y sus muchachos.

matar al padre no está al alcance de cualquiera. Choca a los familiares y creyentes, es una circunstancia agravante en los códigos de los hombres y -como ya sabemos desde los griegos- genera la ira de los dioses. Pensar que Convergència Democràtica pueda matar a Jordi Pujol y «refundarse» subiendo el diapasón nacionalista e indignado puede conducir no a matar al padre, sino al suicidio colectivo.

La confesión del fundador es un serio golpe para Convergència. Los creyentes en el proceso se inclinarán más (ya estaba pasando) hacia ERC y el catalanismo emprenyat, que se revuelve contra la anulación del Estatut pero que siente temor a lo desconocido, tenderá a volver los ojos hacia las posibles alternativas centristas o socialdemócratas.