El segundo sexo

Más allá de las medias de seda

La película 'La chica danesa' lima las aristas sobre la primera persona que cambió de sexo

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OLGA MERINO

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El cine estaba repleto. Sobre todo, mujeres, solas o en pequeños grupos, parejas de chicos gais y algún transexual, si es que uno cae en la trampa de la mirada, en los límites culturales que suele imponer. Una sala a rebosar, el miércoles, de un público expectante por la recién estrenada La chica danesa, del director británico Tom Hooper.

La película, basada en la novela homónima de David Ebershoff (Anagrama), desgrana la peripecia vital de Lili Elbe, la primera persona sometida a una reasignación quirúrgica de sexo, una mujer que había vivido atrapada en la carcasa de un hombre, el paisajista danés Einar Wegener, quien se había casado con la pintora e ilustradora art-déco Gerda Gottlieb. Un matrimonio peculiar: se quisieron con ese amor que trasciende al sexo nutriéndose el uno al otro con el coraje para ser ambos lo que deseaban ser.

Un buen día, cuando el plazo para acabar un retrato apremia a la esposa y en el último momento le falla la modelo, Gerda pide a su marido que pose para ella, se enfunde unas medias de seda, se calce unos zapatos de tacón y se coloque un vestido para que pueda rematar las piernas y los pliegues de la falda sobre el lienzo. El azar se convierte en una epifanía, una revelación. «No puedo negar, por extraño que parezca, que disfruté con el disfraz. Me gustó la suavidad del vestido; me sentí en casa desde el primer momento», escribe Lili Elbe en sus diarios.

Aun así, a pesar de que la anécdota del posado es cierta, la cinta se focaliza demasiado en el atrezo, el tacto de las sedas, la lencería, la piel, el brillo del pintalabios, como si bastase con elegir el atuendo idóneo para traspasar el umbral del género. Y no se trata de empañar el maravilloso vestuario diseñado por el canario Paco Delgado, nominado a los Oscar, porque tal vez el mayor logro de la película es precisamente su exquisita construcción visual.

En septiembre, coincidiendo con la presentación de la película en la Mostra de Venecia, Núria Marrón trazó en estas páginas un certero perfil de Lili bajo el título de La mujer que había sido pintor. Comparando los hechos en él expuestos con la lectura que hace la película, puede decirse que el guion edulcora los aspectos más sombríos de la biografía, lima los vértices de la verdad para hacérsela más comible al gran público. Un drama, sí, pero todavía en el territorio de lo seguro, de la moraleja: las fantasías se estrellan contra el muro de la realidad biológica.

El filme silencia, por ejemplo, que el pintor danés, antes de someterse a cinco intervenciones para cambiar de sexo, pensó en el suicidio y le había puesto fecha, el 1 de mayo de 1930: «Estoy acabado, y Lili lo sabe desde hace tiempo. Así están las cosas y, en consecuencia, ella se rebela con más vigor cada día». Obvia también el deseo ferviente de Lili de concebir un hijo: «No es con mi cerebro, ni con mis ojos, ni con mis manos como deseo ser creativa, sino con mi corazón y mi sangre». De hecho, falleció a consecuencia de una operación experimental para implantarle un útero, cuando aún faltaba medio siglo para el descubrimiento de la ciclosporina, el fármaco que evita el rechazo en los trasplantes.

La película lo tapa, igual que el asombro de los médicos cuando, en una de las intervenciones, comprobaron que al parecer Lili tenía ovarios, aunque atrofiados, desde el nacimiento. Los nazis quemaron en 1933 los estudios clínicos.

También echa agua al vino de la joie de vivre: a pesar del sufrimiento físico y mental, la protagonista disfrutó con Gerda en el loco París de los años 20 y pudo vivir en plenitud su verdad: «Yo, Lili, soy vital -escribió- y que tengo derecho a vivir lo prueban los últimos 14 meses. Se podría decir que 14 meses no es mucho, pero a mí me parecen una vida entera y feliz». Tampoco menciona la bisexualidad de Gerda.

Pueden parecer estas líneas una diatriba contra La chica danesa, y no, no es eso en absoluto. Películas como esta demuestran que el cine no solo sirve para entretener y, aunque pulidas de aristas, son necesarias para llamar la atención sobre un colectivo, el transexual, que aún sufre rechazo y marginación.

El último episodio de transfobia tuvo lugar aquí mismo, en Rubí, durante la pasada Nochebuena, cuando Alan, de 17 años, se quitó la vida con un puñado de pastillas mezcladas con alcohol, incapaz de soportar un día más la presión en la escuela. Igual que Diego, el pobre crío de Leganés al que los acosadores llamaban «empollón de mierda» y «maricón» en el colegio.

Al transexual Alan lo empujaban por las escaleras, lo arrinconaban contra la pared o le levantaban la camiseta: «¿Cómo es que te llamas Alan si tienes tetas?». Ya no podía más. Se suicidó solo 20 días después de que el juez lo hubiese autorizado, como menor, a cambiar su nombre en el DNI.

Nos escandaliza y escuece, pero somos los adultos los primeros que debemos reeducar la mirada para acabar con el hostigamiento que persigue al diferente.