La polémica de las balanzas fiscales

Un maltrato evidente

Si se comparan realidades tangibles, es poco discutible que el Estado no invierte lo debido en Catalunya

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ANTONI SERRA RAMONEDA

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Son contundentes los indicios de que, cuando menos en Catalunya, el turismo estival, especialmente el extranjero, ha conocido un considerable rebrote. Hace unos días la prensa comentaba con grandes titulares e imágenes la querencia que los gais muestran por Barcelona. El aeropuerto de El Prat rompió su récord de pasajeros en julio y los augurios son que agosto también mostrará espléndidos resultados. Los automóviles con matrícula extranjera, especialmente francesa, prácticamente desaparecidos los últimos años, han vuelto a abundar en nuestras vías de circulación.

Sin duda, en este resurgimiento ha tenido un peso importante la caída de precios de los alojamientos y de la manutención que la malhadada crisis ha provocado. Tras unos años situados en unas cotas tan desmesuradas que ahuyentaron al turista extranjero, la ley de la oferta y la demanda se ha impuesto con efectos favorables en nuestro PIB, tan maltratado últimamente. Nada menos que un 12,5% se había encogido esta magnitud, medida en precios constantes, entre el 2008 y el 2013. Ahí es nada.

Si interpreto bien las palabras del profesor Ángel de la Fuente, encargado por el señor Montoro de calcular algo similar a las controvertidas balanzas fiscales de las comunidades autónomas, el fenómeno antedicho apenas tendrá efecto sobre el saldo fiscal de Catalunya con el resto del Estado. Parece que el criterio que aplica reparte los ingresos provenientes del turismo extranjero en proporción a la población de cada comunidad -lo que evidentemente perjudica a las preferidas por nuestros visitantes, como por ejemplo las Baleares- y no, como parecería lógico, en función del lugar elegido. En otras palabras, el aumento en la recaudación fiscal provocado por el gasto de los turistas extranjeros en Catalunya, a efectos de las balanzas fiscales favorece casi en la misma medida a la Comunidad de Madrid, cuyo número de habitantes es similar al del principado. Y también tendrá un efecto pequeño pero positivo sobre el saldo de Extremadura, aunque debieron ser escasísimos los extranjeros que, tras broncearse en nuestras playas, decidieron disfrutar de los muchos atractivos que aquella región ofrece.

Siempre me he tomado cum grano salis las cifras de las balanzas fiscales, cualquiera que sea el método aplicado para su cálculo, pues inevitablemente van teñidas de valoraciones subjetivas. En cambio, cuando las comparaciones se apoyan en realidades tangibles como son las infraestructuras físicas, el margen para la discusión se reduce notablemente. Es un hecho que difícilmente puede encontrarse en una capital de provincia española una estación ferroviaria central, sobre todo si por ella pasa una línea del AVE, tan tercermundista como la de Sants. A pesar de los parches que se le han ido añadiendo, resulta evidente que fue diseñada para un número de pasajeros muy inferior al que hoy circula por ella. Pero sus insuficiencias se ponen agudamente de manifiesto en los meses estivales, cuando miles de turistas extranjeros se unen a los pasajeros nacionales para usar los servicios de cercanías o de media y larga distancia, incluida la alta velocidad, que en ella confluyen.

Dos veces tuve que acudir a dicha estación el pasado mes de julio. El espectáculo era lamentable. Pasajeros tumbados en el suelo por falta de asientos libres, turistas perdidos intentando averiguar cómo reconocer el tren al que pretendían acceder y el andén por el que circularía, colas kilométricas ante las ventanillas expendedoras de billetes mientras por los altavoces no cesaban los anuncios, a veces ininteligibles, de continuos y crecientes retrasos, sobre todo en la red de cercanías, que lo único que ha cambiado es su nombre desde que fue teóricamente traspasada a la Generalitat. En los andenes, con un calor asfixiante, los aspirantes a pasajeros se apretujaban cargados de maletas y bultos dispuestos a asaltar el convoy cuando finalmente apareciera. Me temo que la experiencia sufrida en sus propias carnes habrá alentado a algunos de los turistas a buscar un nuevo destino para sus próximas vacaciones.

Ya sé que la idea es construir en la Sagrera una nueva estación central que resuelva estas insuficiencias y evite una imagen deplorable de Barcelona. Pero del dicho al hecho hay un buen trecho. No parece que las obras avancen al ritmo que la magnitud del menosprecio a los usuarios de los servicios ferroviarios exige. ¿No habíamos quedado que el criterio del coste/beneficio debía ser la guía de las inversiones públicas? ¿Creen equitativo los lectores el reparto en inversiones en estaciones ferroviarias que muestra la realidad española? Por favor, que los responsables del desaguisado pisen el acelerador y corrijan esta flagrante injusticia. Y no remitan su solución ad calendas grecas.