Mala prensa

El rechazo a los periodistas en el instituto Joan Fuster es símbolo de una brecha de desconfianza

JOAN CAÑETE BAYLE

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La prensa, el periodismo, los periodistas, tenemos mala prensa. Esta semana lo hemos visto de forma muy cruda: el día del suceso en el IES Joan Fuster, hubo un momento en que familiares y profesores hicieron un cordón de seguridad para proteger a los alumnos de los periodistas. En la conversación pública en las plazas de Navas y en las redes sociales volaban (agrias) acusaciones generalizadas. Numerosos lectores nos han escrito con críticas a la totalidad del trabajo de los medios y particulares al de EL PERIÓDICO. La portada del martes, que abría la entrevista al profesor de gimnasia que logró reducir con palabras al niño, disgustó a muchos (y también gustó a otros tantos). Una de las críticas más habituales es que no ponía el foco en la víctima, sino en el agresor. Cuando el accidente de Germanwings, las acusaciones de sensacionalismo se sustentaban en que la prensa puso el foco en las víctimas.

La crítica de sensacionalismo es tan vieja como el periodismo. Lo nuevo, lo que simboliza ese cordón de protección entre los reporteros y los compañeros del agresor, es la brecha abierta entre la prensa y la sociedad sobre la cual esta prensa informa. No hay en ese cordón ni en la conversación pública en plazas y redes distinción entre buena y mala praxis periodística, entre telebasura y periodismo de calidad, entre medios digitales o tradicionales: todos los periodistas se consideraban potencialmente un peligro para los menores, toda información que hable de las víctimas o del agresor o de los sentimientos de sus familiares se cree sensacionalista. Sucedió lo mismo con Germanwings: el simple hecho de informar de las víctimas era, se decía, sensacionalismo, no importaba cómo se informara. ¿Qué hubiera pasado si algún medio no hubiera hablado de las víctimas y, por tanto, hubiese limitado su cobertura a las ruedas de prensa de los gobiernos y de Lufthansa? Tal vez se le habría acusado, con razón, de ignorar el dolor de la gente y de dar voz tan solo a los poderosos.

Hay muchas malas praxis periodísticas. Y los menores deben ser protegidos de estas malas praxis. Nada que discutir al respecto. Pero más allá de ello, el problema es de desconfianza. La misma que sufren los políticos («todos son iguales») y en general aquellos que son percibidos por la ciudadanía como el establishment (poder económico, sindicatos...). Al igual que la «casta», los medios han cometido tantos errores que se han ganado a pulso parte de esta desconfianza. Algunos de estos errores son los mismos: falta de transparencia, trabajar de espaldas a la ciudadanía, intereses más o menos confesables, desdeñar la función social, la relación con el poder político y económico... Otros son propios: el corporativismo mal entendido, no saber (o no querer) explicarse, la torre de marfil autoerigida, no admitir errores...

Lo cual no quita que toda generalización es injusta o que tras algunas de las críticas lo que hay no es la exigencia de un periodismo mejor, sino de un activismo que cuando algunos medios lo practican en el otro polo ideológico se considera burda propaganda. Como pasa en la política, no hay conversación sobre el periodismo, sino dos trincheras, el ellos (el establishment) y el nosotros (los ciudadanos). Y en medio, desconfianza.

¿Es periodismo entrevistar a menores protagonistas de una tragedia en Lampedusa y no lo es en Barcelona? ¿Son públicos (y por tanto publicables) los datos que se vuelcan en redes sociales? ¿Es sensacionalismo informar de algo o lo será según cómo se informe? «¿Hasta dónde queremos y necesitamos saber?», se preguntaba en este diario Patricia Delgado, estudiante de periodismo. Son algunas preguntas (hay más) esenciales y lícitas en la relación entre prensa y ciudadanía, que debe sin duda replantearse. Pero son preguntas que la desconfianza impide abordar. Y así estamos, a ambos lados del cordón de seguridad.

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