El segundo sexo

A la luz de la vela

Hay otro modo de entender el mundo y otra manera de que las mujeres tracen sus pasos en él

EMMA
Riverola

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Encendió una vela y fue recorriendo cada una de las estancias de la casa. La luz trémula de la lumbre dibujaba sombras en la soledad de las alcobas. Impregnadas en las paredes quedaban las voces de los niños que ya habían perdido su infancia, los olores de recetas olvidadas, el aire compartido por todos los que allí vivieron. Cada paso que daba estaba precedido por miles, millones de correrías, pisadas cansadas o torpes andares adormilados. Su pasado de niña modélica, buena esposa y madre abnegada estaba incrustado en cada una de las rendijas, de las grietas de aquel espacio interior que había sido el de su vida.

Entró en el cuarto de la plancha. La pieza más pequeña de la casa. Apenas el espacio para extender la tabla. Se acercó a la ventana y, a pesar de que la noche era fría, la abrió de par en par. Como si siguiera un ritual, fue desandando los pasos y abriendo una por una todas las ventanas de la casa. La corriente era cada vez más intensa. Del exterior llegaba el aroma almibarado de un jazmín. Una ráfaga de aire fresco que se trenzaba con los olores retenidos en aquellas cuatro paredes.

Abrió la puerta que daba a la calle y ella misma apagó la vela. La casa ya estaba definitivamente abierta. Respiró profundamente, dejó que el aire nuevo inundara sus pulmones y supo que su tiempo, el de aquellas mujeres, había acabado. El exterior era el mundo por conquistar.

Durante siglos, el hombre ocupó los espacios exteriores y la mujer quedó relegada al interior de las casas. Lo público era cuestión de ellos, lo privado llevaba el nombre de ellas. Conquistas o empleos tenían el sello masculino. El femenino se ceñía a la reproducción y al cuidado de los suyos.

Así, el rastro de la mujer en la historia es escaso. En sus páginas no se relatan las dificultades para criar a los hijos, los afanes para alimentar a toda la familia o los interminables zurcidos realizados en horas de sueño robado. Las batallas, los pactos, las empresas y los descubrimientos fueron protagonizados por los que entonces eran los amos de los caminos. De los hombres eran los fracasos y la gloria. A través de su mirada se diseñaron las calles y el mundo. La religión, la economía, la sociología, la política, la filosofía, la cultura e incluso la arquitectura clavan sus raíces en aquellos días en los que la llama de las velas solo danzaba en el interior de las casas.

Entonces, la mujer abrió las puertas. A veces a hurtadillas, a veces empujando los obstáculos que insistían en volver a cerrarlas, a veces sabiendo que frente a ella se abría un abismo. Pero abrió las puertas, las ventanas y empezó a caminar por un mundo que le había sido negado. El recuerdo de las pocas e intrépidas mujeres que en el pasado habían logrado arrancar unos reglones en los libros de historia servía de inspiración.

Después de décadas, seguimos luchando por conquistar el espacio. Revolviéndonos contra una visión paternalista, un sistema jerárquico que, de cuando en cuando, aún trata de desterrarnos a las cuatro paredes de un hogar. Paso a paso hemos ido ganando espacio. Algunas mujeres ya ocupan lugares relevantes en áreas donde antes fueron proscritas. Pero sin ser las heroínas de antaño, continúan siendo una minoría. Una minoría que, a menudo, se ha visto obligada a poblar su camino de renuncias. En las carreteras del liderazgo, las mujeres siguen pagando un peaje demasiado elevado. Pero, ¿y si no se trata de conquistar espacios ya existentes?

Todo debería replantearse. Hay otro modo de entender el mundo y otra manera de que la mujer trace sus pasos en él. No se trata de esforzarnos en hacernos un lugar, en adaptarnos a un territorio que no diseñamos, sino de crear nuevos espacios, nuevos marcos de pensamiento. Esforzarnos por liderar una visión alternativa que, sin ser excluyente, no nos resulte hostil. La ideología imperante no puede ser la única. Tiene que ser posible concebir un mundo en el que la economía esté orientada al bienestar humano, con menos desigualdades y más preocupada por legar a sus hijos algo más que un planeta agotado.

Una sociedad que no viva sujeta a la adicción al consumo, en la que el capitalismo no impregne todos los aspectos de nuestras vidas, más solidaria y consciente de que o cambia radicalmente su modo de desarrollo o, sencillamente, se extingue al mismo ritmo frenético con el que devora los recursos.

Un modo de interpretar la arquitectura y el urbanismo que conciba ciudades más confortables para la vida cotidiana, más seguras y abiertas a los diferentes modos de experimentarla. Nuevas soluciones laborales que no confundan la flexibilidad con la precariedad, ni los contratos con la explotación.

Quizá no se trata de apagar la vela. Quizá se trata de mantenerla prendida y, con la calidez de su llama, iluminar nuestros pasos en el mundo exterior.