Dos miradas

Lotería

Me desconcierta y me agobia el hecho de que haya pasado por delante de la diosa y que Fortuna me haya girado la cara con altivez

josep maria Fonalleras

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Una de mis pesadillas recurrentes es que toque la lotería de Navidad en un lugar donde yo debería haber comprado un número. No hablo, claro, de los más inmediatos, los del trabajo, los del equipo de fútbol de mi hijo, los del estanco o la panadería de cabecera. Hablo, por ejemplo, del bar donde he tomado un café y donde he visto el décimo, hablo de la tienda de ultramarinos. Hablo de todas aquellas combinaciones posibles que dejo correr. En la pesadilla, el Gordo de Navidad va a parar a una carnicería que frecuento de vez en cuando. Veo gente feliz y eufórica y yo recuerdo exactamente el día en que me fijé en aquellos dígitos (incluso recuerdo que los encontré «bonitos») y que decidí no invertir 20 euros en la posibilidad de hacerme rico. Si llevara la fijación al absurdo, acabaría entrando en cada uno de los establecimientos desde donde las cifras me reclaman. No puedo hacerlo, claro, porque me volvería loco y porque, indefectiblemente, terminaría gastando más de lo que me puedo permitir. Pero la pesadilla está, permanece allí, imperturbable, hasta que se acaba la cancioncita de la lotería.

Es por eso que vivo con el alma en vilo el día del sorteo. No porque contemple la idea de que me pueda tocar sino porque me desconcierta y me agobia el hecho de que haya pasado por delante de la diosa y que Fortuna me haya girado la cara con altivez. Cuando sé que ha ido a parar a un lugar desconocido e inaccesible, entonces respiro aliviado. Hasta dentro de un año.