La crisis y el proceso soberanista

Los valores de la tortuga

No confiemos solo en las multitudes, sino ante todo en la capacidad de regeneración de cada uno

JOAN BARRIL

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hasta ahora nos habíamos acostumbrado a hablar del llamado día de mañana. El día de mañana era el futuro, pero no un futuro cualquiera. El día de mañana tenía que ser mucho más luminoso y fecundo que el día de hoy. Eso es lo que se ha roto en estos momentos. El día de mañana no cumple con las expectativas de esperanza con las que hasta ahora habíamos trufado la obligada evolución de la especie. Y esa ruptura no es debida a ningún tipo de catástrofe natural como la que precedió a la extinción de los dinosaurios, sino a un sinfín de medidas que, en aras de la rentabilidad del Estado, se van lanzando sobre el común de los ciudadanos.

El día de mañana se ha visto interrumpido por una aplicación automática de leyes abstrusas que jamás van a favor de la gente sino que son una suerte de feudalismo económico auspiciado por el matrimonio de conveniencia entre la Administración y la gran banca. El día de mañana ha dejado de existir porque tenemos miedo a nosotros mismos. No hay lugar para la insurrección ni puentes que impidan que el abismo entre clases sociales se vaya ampliando. El día de mañana es un ir tirando y, en la medida de lo posible, llegar a la supervivencia moral que marcó el desarrollo de nuestros padres. El capitalismo mal administrado lleva a este tipo de callejones sin salida. Por ahora lo único que se nos ofrece es la resignación y la solidaridad vecinal. El siguiente paso será simplemente la delincuencia, puesto que la insurrección colectiva está mal vista.

Para encontrar nuevos recipientes en los que intentar hacer hervir la esperanza hemos inventado recientemente una expresión que nos consuela. En la película de Ridley Scott GladiatorRussell Crowe se despide de uno de sus fieles lugartenientes diciéndole que se encontrarán «en la otra vida». Hace poco volví a encontrar esa expresión en un delicioso libro de Yannick García, de padre andaluz y madre bretona, afincado en el Delta, que se titula La nostra vida vertical, premio Documenta 2013. En uno de sus relatos, Yannick García reflexiona sobre un hombre al que acaba de conocer y dice: «En otra vida podríamos haber sido amigos. Estas frases las decimos a menudo, 'en otra vida', cuando nos damos cuenta de que aquello no pasará en realidad, que no seremos nunca amigos de esa persona, pero la queremos salvar de nuestra condena». En realidad, tampoco hay la posibilidad de dejarnos llevar por la quimera de esa otra vida.

Nuestra otra vida proviene de la voluntad. Podemos cambiar de pareja, de trabajo, de nacionalidad, de sexo. Emigrar, fecundar, creer, triunfar, fracasar. Sin duda, todas esas opciones van a ser arriesgadas, pero significarán una nueva vida. Por el contrario, la idea de la nueva vida aplicada a los grandes cambios políticos es algo sorprendente en los tiempos que corren.

En este Sant Jordi, los puestos callejeros estarán llenos como nunca de libros que intentarán hacernos creer que la nueva vida nacional es posible. Entre lo deseable y lo posible hay muchas diferencias. Una de ellas es la capacidad del nuevo Estado para satisfacer las necesidades de la gente y no para alimentar el legítimo orgullo nacional. El orgullo no sirve para remontar la sanidad, para llenar las aulas de excelencia o para asistir a una apoteósica exaltación del trabajo que aleje de nosotros la crueldad del paro. Hace falta que la esperanza colectiva se nutra de técnicos más dados a las cifras que a las soflamas. De lo contrario, en esa otra vida la gente se va a encontrar con la trampa de la decepción, ese marasmo doliente y pegajoso que ya no nos va a dejar nunca más.

El día de mañana va a ser peor. Y la otra vida es inexistente. Se acabó el mundo de la trascendencia, y lo único que nos sirve es crear un nuevo orden de valores basado en la prudencia y en la política de la tortuga. Alimentémonos de memoria y tranquilidad persuasiva, sabiendo que nuestro caparazón es sólido. La nueva vida se está forjando en el mundo y se limita desde la metrópolis. Convencidos de tener la razón histórica, la Historia nos devorará de nuevo.

Pero intuyo en el debate secesionista un exceso de fe y un déficit de cálculo. Hacer lo correcto no implica acabar triunfando. En esa hipotética nueva vida vamos a ver como las fuerzas centrípetas harán lo posible para negar el más mínimo anhelo de confraternización. No entienden las alternativas pacíficas. Lo que ahora es un sainete cortesano puede desembocar en pequeñas tragedias. No confiemos únicamente en las multitudes, sino ante todo en la capacidad de regeneración de cada uno de nosotros, porque incluso las tortugas acaban venciendo a la flecha de Aquiles.