Los jueves, economía

A los políticos les falta estrategia

Nadie hace grandes planteamientos, más allá de promesas hinchadas que sabemos que no cumplirán

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ANTONIO ARGANDOÑA

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La empresa es un gran invento que lleva unos cuantos siglos funcionando. Sirve, sobre todo, para trabajar con eficiencia, utilizando los recursos disponibles de la mejor manera posible. Y, cuando no tiene los recursos, los busca. Sí, ya sé que hay muchas empresas ineficientes, pero la mayoría hace muchas cosas bien. Por eso aquí me gustaría proponer a nuestros políticos que aprendan de ellas. Entre otras razones porque, cuando una empresa se cree que ya lo está haciendo muy bien... es que ya ha empezado el declive. Es la ventaja de tener que pelearse con sus clientes, proveedores, financiadores, competidores y reguladores, día a día. La complacencia es una llamada al desastre, en la empresa y también en la política.

¡Voy, voy! No se preocupe el lector, que el rollo introductorio ya se ha acabado. Quería llegar a la idea de que los políticos tienen mucho que aprender de la empresa privada. No todo, claro, pero sí muchas cosas. Pondré un ejemplo. Imaginemos una empresa en dificultades: las ventas caen, los bancos no le prestan, sus buenos directivos se marchan, hay mal ambiente en la fábrica, los clientes se van a la competencia... ¿Qué puede hacer?

EL DIAGNÓSTICO

Lo primero que necesita es un diagnóstico de lo que pasa. ¿Se ha quedado obsoleto mi producto, necesito un director general nuevo, he de renegociar la deuda con los bancos, he de abandonar algún mercado poco rentable? El diagnóstico no sale solo, ni lo puede hacer una sola persona: hay que escuchar a muchos, atar cabos, ser crítico, ser humilde, aceptar lo que hemos hecho mal...

Vale, ya hemos hecho el diagnóstico, que puede ser muy complejo. Ahora vamos a buscar soluciones. Es importante generar alternativas, muchas alternativas. Algunas parecerán utópicas, otras simplistas... Hay que estudiarlas todas. ¡Ah!, y hay que decidir criterios que nos guiarán en la decisión, porque habrá costes que no estaremos dispuestos a pagar, o conflictos que no desearemos plantear, o soluciones que, aparentemente buenas a corto plazo, serán fatales a largo plazo.

Ahora estamos en condiciones de tomar la decisión: qué vamos a hacer. Y luego, ¡detalle importantísimo!, hay que diseñar cómo lo vamos a poner en práctica: quién lo va a ejecutar, con qué personas, con qué presupuesto, con qué calendario, cada cuánto lo revisaremos... Y pensar un plan B, por si acaso.

Ahora, lector, mire los panfletos o acuda a los mítines de nuestros políticos. ¿Dónde está el diagnóstico conjunto, justificado, explicado, de nuestros males? Porque hoy prometemos una rebaja de impuestos, mañana anunciamos la municipalización de un servicio, prohibimos que nuestros hijos lleven deberes a casa o ignoramos la manifiesta caída del poder adquisitivo de las pensiones. Solo vemos problemas parciales, y no entendemos las causas profundas, más allá de «Madrid nos roba», «la austeridad mata» o «tenemos derecho a esto o a lo otro».

LAS PRIORIDADES

¿Dónde están los criterios para la toma de decisiones? ¿Le ha contado algún político cuáles son sus prioridades? Porque está claro que no podrán hacerlo todo, a la vez y con recursos escasos. ¿Qué criterios guiarán sus decisiones: el aumento de la capacidad competitiva de la economía en el medio plazo, la solución del paro juvenil, la devolución de la paga extra perdida por los funcionarios...? Y, ¿alguien ha visto un plan realista, con fechas, euros y personas, sobre tal o cual medida y, sobre todo, sobre cómo esa medida va a repercutir en otras? Porque subir las pensiones significa aumentar el déficit, y subir los impuestos implica desactivar la dinámica de la economía...

Pero, me dice el lector, la política no funciona así. Nadie hace grandes planteamientos, más allá de promesas grandilocuentes que todos sabemos que no van a cumplir. Si pones prioridades, los que no se benefician de ellas no te votarán; si dices que no hay dinero para todo, los que no van a sacar tajada se irán a otros partidos. Vale, de acuerdo. Pero este argumento tiene dos debilidades.

Una: la estrategia que siguen hoy nuestros políticos no puede ser una estrategia ganadora, porque se limita a reaccionar a lo que hacen los demás, y solo pueden ganarles en las urnas con promesas más hinchadas, o hablando mal de tus competidores. Y esto cada vez atrae menos. La buena estrategia en la empresa es diferente, difícil de copiar y sostenible.

Y otra: no hacer ofertas pensadas y creíbles es suponer que los ciudadanos no se enteran de lo que pasa, que se dejan deslumbrar por promesas que saben que no son realistas, y que no son capaces de sacrificarse si se les proponen retos exigentes pero posibles. Como en el caso de las empresas, cuando alguna se atreve a variar su estrategia, las demás piensan que no puede tener éxito. Hasta que lo tiene.