25 años de los JJOO de Barcelona
Los peligros de salir en los mapas
Hoy, 25 años después, es una ciudad ideal para 'erasmus' y turistas ricos, no tanto para sus habitantes
Ramón de España
Periodista
RAMÓN DE ESPAÑA
Lo de que la olimpiada de 1992 situó a Barcelona en el mapa es una evidencia convertida en lugar común a la hora de evocar la efeméride. Pero los barceloneses llevamos un cuarto de siglo en el mapa y parecemos añorar los tiempos en que le importábamos un rábano a todo el mundo: se extiende el odio al turista, se abomina de la gentrificación, se echa de menos la vida de barrio y da la impresión de que se nos ha ido la mano en lo de la modernización ciudadana. Aquella ilusión del 92 se ha visto sustituida por un asco de tono veneciano hacia el visitante; sobre todo, si este trae poco dinero, se emborracha sin tasa y mea y vomita donde Dios le da a entender.
Se habla abiertamente de Barcelona como una ciudad que muere de éxito, mientras los políticos se echan mutuamente las culpas de todo lo que va mal, aunque la urbe haya sido Can Pixa i rellisca bajo los sociatas, los convergentes y los comunes. Cada verano jugamos a indignarnos porque una pareja fornica al aire libre o un turista deambula en pelotas por la calle, pero en otoño ya nos hemos olvidado del asunto porque el clima desaconseja el nudismo y el sexo en exteriores: ya haremos como que nos indignamos cuando vuelva el buen tiempo. Y, sobre todo, nada de reconocer la realidad, que somos una mezcla de agradable ciudad de provincias y síntesis de Magaluf y Benidorm.
BIEN GUAPA
En el 92, sin embargo, el futuro parecía glorioso. Los Juegos, probablemente, le importaban un rábano a todo el mundo, menos al provecto falangista, maestro en las artes de salir siempre a flote y caer de pie, que se los había trabajado. Lo importante era todo lo que se iba a hacer para acondicionar la ciudad y ponerla bien guapa. La cosa era como una inmensa jura de bandera, cuando se limpiaban hasta las hojas de los árboles del cuartel para que los progenitores que venían a ver desfilar a sus hijos se llevasen una buena impresión del entorno. Los Juegos eran la excusa para entrar en el mundo en general y en el mundo moderno en particular.
Una vez alcanzado el objetivo, ya no se podía dar marcha atrás para que las ancianitas pudieran seguir sacando sus sillas a la calle para cotillear sin que se las llevaran por delante ciclistas y patinadores. Tocaba seguir el camino de París, Londres y Nueva York, adelantándonos un poco a Lisboa y Praga, un camino que llevaba a una ciudad para ricos en la que los pelagatos molestan y sobran. Una ciudad cada día más antipática que expulsa a los lugareños y que se empezó a edificar sobre las ruinas de la vieja en el ya lejano 1992, cuando nos moríamos de ganas de salir en los mapas y no calculábamos los peligros inherentes a esa presencia. Hoy, 25 años después, tenemos una ciudad ideal para 'erasmus' y visitantes ricos, pero no tanto para sus sufridos habitantes, a los que un alquiler razonable se les ha convertido en una quimera.
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